La crisis económica argentina del 2001 promovió la multiplicación de circuitos productivos alternativos. Un caso especial fue el surgimiento de empresas autogestionadas por sus propios trabajadores. Ante el abandono o el cierre de las explotaciones por parte de sus dueños originales, más de 100 establecimientos pasaron a ser explotados directamente por sus antiguos empleados. La empresa metalúrgica Aurora, la fábrica de cerámicas Zanon, la textil Brukman, el Hotel Bauen y la imprenta Chilavert fueron algunos de los casos más conocidos. Algunos fueron exitosos, otros no tanto.
En su trabajo “Recuperar para vivir: la ambivalencia de las empresas recuperadas” (Realidad Económica 113), Juan Pablo Hudson señala que “los procesos de autogestión fabril son ambivalentes. No se dividen entre empresas revolucionarias o conservadoras, defensivas u ofensivas, sino que dentro de una misma experiencia conviven dimensiones realmente democráticas e innovadoras en los modos de participación, organización y gestión junto con modos de funcionamiento regresivos que reproducen métodos y valores propios de la dinámica capitalista”.
Además de las empresas autogestionadas, miles de microemprendimientos y pequeñas cooperativas de trabajo, se multiplicaron desde aquellos días.
Algunos economistas minimizan esas experiencias al ubicarlas dentro del rubro de la economía informal. Es evidente que desde el punto de vista cuantitativo, esos emprendimientos no son relevantes. En ese sentido, Mario Elgue en el libro La economía social (Capital Intelectual) subraya que “al tratarse de contingentes, con una fuerte vulnerabilidad, que vienen de una larga desocupación o que nunca tuvieron un empleo estable, la viabilidad de estos emprendimientos es harto dudosa. De persistir en el intento, se esterilizarán ingentes esfuerzos tras una ficción voluntarista: la de ‘fabricar’, de la noche a la mañana, nuevos ‘actores’ de la economía social y del desarrollo local que, rara vez, superarán el estadio de juntarse para recibir un subsidio”. A estas observaciones de Elgue habría que agregar que muchas veces las cooperativas de trabajo son una fachada que oculta la presencia de trabajadores no declarados. Por otra parte, la acotada respuesta que brindan estos emprendimientos impiden plantearse a los mismos como eje central de un desarrollo productivo.
De todos modos, la experiencia pareciera indicar que si las genuinas prácticas productivas solidarias se organizan eficientemente, brindan algunas respuestas a problemáticas específicas. El desarrollo de modelos de producción y distribución basados en los principios asociativos y en una nueva noción de las relaciones jerárquicas y laborales, pueden arrojar resultados virtuosos.
Para la Organización Internacional del Trabajo, la economía social “genera sociedad en la medida que establece relaciones entre identidades, historias colectivas, diversas competencias y ámbitos que enlazan las actividades productivas con la reproducción social”. En materia de políticas oficiales, el Plan Manos a la Obra es la iniciativa más importante destinada al financiamiento de proyectos socioproductivos organizados de manera asociativa. Los emprendimientos reciben un apoyo económico destinado a la adquisición de insumos, materiales y/o bienes de capital, hasta un monto equivalente a diez salarios mínimos vital y móvil. El diseño incluye actividades de apoyo (capacitación, asistencia técnica, relevamiento socio productivo, certificados de calidad y/o de origen, habilitaciones bromatológicas, registro de productos, certificación de normas IRAM) para fortalecer la sustentabilidad de esos proyectos. Uno de los objetivos del programa es favorecer el ingreso al mundo laboral de aquellos jóvenes que no estudian ni trabajan. Los recursos presupuestarios destinados a la financiación de 39.000 microcréditos y 7000 proyectos productivos rondan los 130 millones de pesos anuales.
Para que esas experiencias no fracasen es importante el auxilio de saberes técnicos que promuevan la adopción de prácticas productivas competitivas. Resulta llamativa la virtual ausencia en la currícula de la mayoría de las licenciaturas de economía de las universidades argentinas de aquellas cuestiones relativas a la economía social.
En su trabajo “La Economía Social y Solidaria en Argentina. Su importancia y la necesidad de inclusión de su temática en la Educación Superior” (Revista de la Facultad de Ciencias Económicas -Universidad Nacional del Litoral), Liliana Dillon y Juan Manuel Romano sostienen que “la realidad nos muestra que el modelo liberal impera en nuestra educación superior. Nuestros programas de Economía están fundamentalmente inspirados en teorías neoclásicas. ¿Cómo podemos esperar que se fortalezcan vínculos a partir de la cooperación y la solidaridad si continuamos enseñando solamente que el hombre es egoísta por naturaleza y que, por lo tanto su único deseo es el de maximizar beneficios? ¿Cómo podremos formar profesionales en temas de Economía Social y Solidaria para poder provocar un cambio de pensamiento que permita una construcción social colectiva que genere las modificaciones que deseamos en nuestro país si no ampliamos los contenidos de los actuales programas de estudio?”.
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