Los desmanes cometidos el miércoles por un grupo de vendedores ambulantes de la capital no pueden tener un resultado favorable para sus autores. El Estado tiene el monopolio del uso de la fuerza y, en ocasiones como esta, debe ejercerla. Ocho policías heridos y la osadía con que la turba despojó a otro oficial del arma de reglamento ameritan especial empeño en dar con los responsables e impedir el éxito de su causa.
Esos hechos y el caos sembrado en el centro de San José bastan para exigir que la ley no ceda un ápice y la práctica ilegal de las ventas ambulantes quede, en definitiva, erradicada. Durante hora y media, los disturbios paralizaron las actividades legítimas en la zona e interrumpieron el tránsito vehicular.
Los tribunales deben actuar con la mayor severidad permitida por la ley, y los legisladores están en el compromiso de revisar las ridículas sanciones existentes para quienes se dedican al comercio callejero ilegal. Una multa de ¢3.000 y el decomiso de la mercadería distan de ser sanciones apropiadas para enfrentar un problema tan persistente. El Poder Ejecutivo, por su parte, debe asistir a la Policía Municipal en sus esfuerzos por recuperar las calles y aceras para la ciudadanía.
Los vendedores alegan que su único interés es trabajar. Es un argumento apto para generar simpatías, especialmente cuando se constatan las desventajas económicas y sociales comunes a muchos de ellos. Pero el trabajo en nuestra sociedad es una actividad normada por la ley y no puede ser ejercida en menoscabo del derecho ajeno.
Las ventas ambulantes crean, en primer término, serios riesgos para la seguridad de los transeúntes, muchas veces obligados a saltar de la acera a la calle para evadir los obstáculos interpuestos por comerciantes que se apropian del espacio peatonal. También abundan los riesgos para la salud en razón del mal manejo de productos y la venta de artículos carentes de controles sanitarios, como la famosa “tiza china”, utilizada para exterminar plagas a riesgo de intoxicar a los humanos.
Los problemas de higiene y ornato también son obvios para quien transite por San José y si el ornato parece asunto de poca monta frente al pretendido derecho al trabajo ilegal, basta recordar que, bien cuidado, atrae tráfico a una zona donde muchos costarricenses se ganan la vida en el comercio formal. El derecho al trabajo de quienes lo ejercen de manera legítima también está en juego y no hay razón –legal, moral o lógica– para preferir la ilegalidad.
El barullo de las ventas ilegales ofrece refugio a carteristas y vendedores de drogas, insiste la policía que a diario lo constata. La seguridad ciudadana es, con amplia ventaja, la principal preocupación de los costarricenses. El 45% la mencionó como su más sobresaliente desvelo en la última encuesta hecha por la empresa Unimer para La Nación . El desasosiego sembrado por la delincuencia crecerá mientras sigamos sacrificando el orden en el altar del “pobrecito”.
Las capas más humildes de nuestra sociedad incluyen, por razones obvias, al grueso de los peatones y también a gran cantidad de personas imposibilitadas de evitar el ingreso a San José por razones de trabajo y supervivencia. Entre ellos está el grueso de las víctimas del desorden causado por las ventas ambulantes. Por lo general, los más favorecidos pueden darse el lujo de depender exclusivamente de la infraestructura comercial y de servicios creada en las zonas suburbanas y en los barrios pudientes. En esas capas de la población, habrá quienes estén dispuestos a renunciar a un San José que pocas veces visitan, pero el Estado no puede hacer esa renuncia. Si su misión incluye el noble propósito de proteger al débil, asistir a la Municipalidad en su proyecto de rescate de la capital es una tarea impostergable.
Tomada del periódico La Nación de Costa Rica.
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