Por Jorge Colina (*)
Desafortunadamente, las estadísticas oficiales han sido tergiversadas así que no se puede saber con certezas cuántas son las personas que viven en la pobreza o como ha quedado la distribución del ingreso luego de los años buenos. Los últimos datos veraces se remontan al año 2006. En aquel año, la pobreza urbana era de 26,9% de la población y la distribución del ingreso, medida a través del coeficiente de Gini, estaba en el orden de 0,485.
La forma más simple de entender estos números es tener en cuenta que ambos indicadores tuvieron en el 2006 un nivel similar al periodo 1996 – 1998, previo a la crisis de la convertibilidad. A partir del 2007 y en el 2008, ya no hay más datos sociales confiables. El INDEC afirma que en el 3º trimestre del 2008 la pobreza urbana sería de 17,8% de la población, pero el número no es creíble porque al subestimar la inflación de precios en la canasta básica con la que se mide la pobreza se está subestimando la medición de la pobreza, y con respecto a la distribución del ingreso, directamente, no se la mide más.
Las mediciones privadas afirman que la pobreza en el 2008 no estaría por debajo de 30% y que no hay elementos objetivos que sugieran un mejoramiento en la distribución del ingreso. La atenuación del crecimiento de la actividad económica y el resurgimiento de la inflación son dos obstáculos complicados que atentan contra cualquier objetivo social. Lo que se puede afirmar es que la bonanza ha dejado buenos dividendos en términos de expansión de las oportunidades de negocios y del empleo, fundamentalmente del empleo formal, pero, no parece haber dejado iguales logros en términos sociales. ¿Qué puede haber pasado?
Empleo formal e informal
Los datos del Ministerio de Economía señalan que el país ha crecido desde el “piso” del 2002 hasta finales del 2008 a una tasa superior a 8% anual. Esto significa que el nivel de actividad económica es en el 2008, 65% más grande que en el 2002. El empleo total, por su parte, considerando toda forma de empleo (asalariado, cuentapropista, patrón o empleador, etc) ha pasado desde 12 millones de personas a 14,8 millones, lo que significa un incremento de 2,8 millones de nuevos ocupados. Si se focaliza la atención en lo que fue el crecimiento sólo del empleo asalariado formal surge que subió desde 4,4 millones en el 2002 a 6,8 millones en el 2008, lo que significa un crecimiento en 2,4 millones de nuevos puestos asalariados formales. Aunque no son plenamente comparables, si el empleo total aumentó en 2,8 millones de personas y los puestos de trabajo asalariados formales aumentaron en 2,4 millones, parece que la mayor parte del incremento del empleo ha sido empleo formal. Efectivamente, ha sido así.
El impresionante crecimiento económico que tuvo la Argentina trajo aparejado un igualmente impresionante crecimiento del empleo formal. Sin embargo, aunque parezca paradójico, esto no se ha traducido en una reducción en la cantidad de empleos informales. La cantidad de personas empleadas en trabajos asalariados informales se mantuvo en todo momento por encima de los 4 millones de personas.
La serie comienza en el 2004 porque son los datos disponibles y comparables respecto al empleo informal. Allí se puede observar como el empleo asalariado registrado crece a igual ritmo que el Producto Bruto Interno (PBI), mientras que el empleo asalariado no registrado se mantiene constante. Es muy importante tener en cuenta que en 2004 la tasa de no registración era de aproximadamente 46%, que disminuyó a 36% en el 2008. Esto llevó a muchos a confundir disminución de la incidencia con disminución en la cantidad de empleo no registrado. La incidencia (la tasa) de no registración cayó, no porque haya menos cantidad de trabajadores no registrados, sino porque hay más registrados con igual cantidad de no registrados.
Además de que la cantidad de trabajadores no registrados no cayó, otro dato importante es que, según el INDEC, aproximadamente 77% del empleo no registrado se concentra en empresas con menos de 10 trabajadores. Es decir, lo que comúnmente se conoce como “trabajo en negro” es un fenómeno persistente y propio de las pequeñas empresas.
Si la informalidad no se puede disminuir, ni aún con crecimiento, significa que los problemas sociales van a persistir incluso en las épocas de bonanza económica. Esto es así porque las pequeñas empresas son los lugares donde la gente pobre (o que están muy cerca de serlo) encuentran el refugio laboral.
En la informalidad, los empleos siempre van ser precarios y mal pagos porque las pequeñas empresas tienen vedado el acceso a formar parte de las cadenas de producción de mayor productividad, a acceder al crédito, o a aprovechar las múltiples promociones que brinda el Estado para las pequeñas empresas. Con informalidad no hay acceso a buenos negocios, y sin buenos negocios los empleos van a ser de pobre calidad. En este sentido, la informalidad de las pequeñas empresas es la condena al subdesarrollo de la gran parte de la fuerza laboral que trabaja en ellas, que en general son jóvenes, mujeres y adultos hombres con bajos niveles educativos.
Legislación no pensada
El factor que induce a la informalidad en las pequeñas empresas es el hecho de que formalizar es muy costoso. Las regulaciones tributarias, laborales y de la seguridad social no están pensadas para que las pueda cumplir una empresa chica. Por ello, sólo terminan formalizando las empresas grandes y medianas.
Los aspectos más gruesos y visibles que prueban lo caro que es formalizar son, por ejemplo, en el tema impositivo la superposición de los tres niveles de gobierno (nación, provincias y municipios) pretendiendo todos cobrar impuestos similares a los mismos contribuyentes (IVA, Ingresos Brutos, tasas de comercio e industria, impuestos a los activos, tasas de inmuebles y vehículos, impuesto el cheque, etc).
En el tema laboral, formalizar un trabajador implica para las empresas chicas explicitar la relación con los consiguientes riesgos de judicialidad que ello conlleva y asumiendo sobrecostos importantes como es el oneroso sistema de indemnización por despido. En el tema de seguridad social, las cargas sociales (ANSES, PAMI, obras sociales, riesgos del trabajo), más las cargas que imponen los sindicatos desde la legislación convencional, hacen que por cada $1.000 de salario bolsillo que una pequeña empresa le paga a su trabajador tengan que abonar en concepto de impuestos al trabajo $600. Si la formalización para el pequeño empleador significa que tiene que afrontar un costo laboral de $1.600 para que el trabajador se lleve a su casa $1.000, los incentivos a favor de la informalidad son verdaderamente potentes.
No hay que dejar de lado que, en Argentina, las cargas sociales no son percibidas como un beneficio dado que cuando se llega a la vejez los haberes jubilatorios son magros se hayan hecho aportes o no; cuando se necesita atención médica la más de las veces se termina en el hospital público o bien dándola o pagándola la persona de su propio bolsillo, o cuando se tiene una accidente de trabajo la exacerbada litigiosidad judicial cuestiona la validez de la cobertura que brinda el seguro de la ART.
Con estas reglas de juego, es improbable que las pequeñas empresas se vuelquen masivamente a la formalidad, aunque haya crecimiento económico. Es por esto que se necesita una reforma estructural en la legislación para las pequeñas empresas. Es imprescindible pensar en un régimen especial para pequeñas empresas.
En este régimen, todos los tributos nacionales, provinciales, municipales y las cargas sociales a la seguridad social deberían estar unificados en un solo impuesto y el régimen de despido debería ser similar al que tiene el sector de la construcción que no es un esquema indemnizatorio basado en la antigüedad sino un fondo acumulativo propiedad del trabajador en donde el empleador deposita mensualmente un porcentaje del salario. Este sería el comienzo de un camino para que la formalidad masiva sea una realidad, y no un mero discurso.
El crecimiento económico es condición necesaria para el desarrollo social, pero no suficiente. Para que el crecimiento venga de la mano del progreso social es imprescindible que las regulaciones tributarias, laborales y de la seguridad social sean cumplibles para el segmento más vulnerable del sector productivo: las pequeñas empresas.
(*) Jorge Colina es economista de IDESA (www.idesa.org)
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