Las actuales condiciones laborales en Chile parecen llevarnos de vuelta a la experiencia social del siglo XIX, época del liberalismo económico o del capitalismo primigenio, sin ataduras. Y es que no podría ser de otra manera; el propio nombre “neoliberalismo” lo dice. Sin embargo, no siempre se pone atención a las “postales” del mundo del trabajo de hace un par de siglos que se imponen agresivamente en el Chile de hoy, ni tampoco a las estrategias que utilizan las elites para contener el malestar social que provoca esta precariedad.
Una de las postales más conocidas del siglo XIX fue la llamada “cuestión social”, que se caracterizaba por la vulnerabilidad extrema de las clases populares y en especial de los primeros obreros. Hoy se habla de una “nueva cuestión social”, cuyo rostro más representativo sería el “precariado”, forma en que se denomina al sector cada vez más amplio de la población para la cual la precariedad laboral adquiere un carácter de destino y no ya de etapa pasajera (como, por ejemplo, se espera que vivan los jóvenes en su primer trabajo). Una situación de “vulnerabilidad de masas”, similar al pauperismo del siglo XIX, bajo la lógica de la “flexibilidad laboral” o del uso discrecional de la fuerza de trabajo.
Las llamadas prácticas de “gestión sutil” se ocupan de la gestión interna instalando un ideal comunitarista en la empresa e invitando a los trabajadores —llamados “colaboradores— a alinearse con los objetivos de la organización, usando métodos traídos de la psicología laboral para hacer estimulante el ambiente de trabajo. Incluyen beneficios y facilidades —el llamado “salario emocional”, que amortigua el bajo salario real—, participación individual con ideas y trato “horizontal”.
Otro paralelo está en la revuelta social. El malestar en el trabajo durante el capitalismo temprano llevó a un rechazo al control patronal, al auge del discurso reivindicativo e incluso a la renuncia al patrón. Pues bien, la nueva cuestión social de nuestros tiempos también lleva consigo un malestar de masas. Buena parte de la actual efervescencia puede entenderse como respuesta a esta carestía del mundo del trabajo.
Basta sólo considerar que el 76% de los trabajadores en Chile vive con menos de $ 350 mil pesos, que sólo un 39,8% cuenta con un empleo protegido -a saber, con contrato escrito, indefinido, liquidación de sueldo y cotizaciones para pensión, salud y seguro de desempleo- y que más de 1.110.000 personas están sin trabajo o subempleadas[1], para entender que tras la indignación por la degradación de las condiciones de vida opera el problema del empleo y la precariedad laboral.
Pero hay otro paralelo —dentro de una lista mayor— que es importante destacar: la respuesta de los sectores empresariales más visionarios del siglo XIX para hacer frente a la cuestión social es similar a la respuesta de las tendencias de dirección “más modernas”.
En efecto, el descontento del 1800 y principios del 1900 apremió a los empresarios a mejorar la calidad de vida obrera para tener una mano de obra “entusiasta” y no sólo sumisa. Aparecen las ciudades obreras y complejos de beneficios —cajas de ahorro y retiro, entre otros— que, en Chile, se hacen presentes en las ciudades salitreras del norte y en los barrios anexos a las principales compañías en las ciudades centrales. A la vez, se usa una política activa de moralización de los trabajadores en los valores de la sobriedad, la regularidad y el amor al oficio como método de disciplina. Una etapa de “paternalismo despótico”, se dice, porque el empresario se instala como un “buen padre que da de comer”, con prerrogativas absolutas, pues sólo él sabe lo que es bueno para sus trabajadores y “nadie se rebela contra su propio bien”.
Las correspondencias con las nuevas tendencias de gestión son evidentes. Ante el retroceso de las garantías sociales universales —que se habían sustraído del espacio privado de la empresa para depositarse en el Estado— y ante la desprotección masiva, la empresa echa mano de un antiguo activo para generar atracción: hoy se habla de “responsabilidad social empresarial” y de “políticas de gestión sutil”, que demuestran el aporte de la empresa a la comunidad y las oportunidades que facilita para alcanzar la “felicidad laboral”.
Las políticas de responsabilidad social empresarial son bien conocidas y escenifican una imagen filantrópica del empresario ante la “audiencia externa”. Una fórmula que tiene amplia acogida en el país y que el máximo gurú internacional, Michael Porter, la presenta como la principal palanca para acabar con la crisis de legitimidad del capitalismo.
Las llamadas prácticas de “gestión sutil” se ocupan de la gestión interna instalando un ideal comunitarista en la empresa e invitando a los trabajadores —llamados “colaboradores— a alinearse con los objetivos de la organización, usando métodos traídos de la psicología laboral para hacer estimulante el ambiente de trabajo. Incluyen beneficios y facilidades —el llamado “salario emocional”, que amortigua el bajo salario real—, participación individual con ideas y trato “horizontal” -que desactivan las actitudes “ellos/nosotros”-, actividades lúdicas —como el “baile entretenido”—, reconocimientos —como chapitas, condecoraciones, etc.— y otro amplio abanico de herramientas.
El rasgo más relevante de este giro en la gestión, es su vocación de eliminación del conflicto. El espíritu de los nuevos tiempos parece ser la gestión 2.0, que logra “sustituir a los sindicatos” tratando a los empleados como miembros de una familia. No lo pudo expresar mejor el gerente de una gran compañía (Starbucks Coffee) cuando señaló en internet: “el manejo benévolo gerencial debería hacer a los sindicatos superfluos”. Se trata de un “paternalismo sofisticado” que, al igual que en el siglo XIX, se anticipa al descontento laboral con algunos beneficios y políticas de moralización de la fuerza de trabajo —se habla de “cultura corporativa”—, al tiempo que desata una guerra silenciosa contra quien ose desafiar el orden “benévolo” impuesto. ¿Lograrán estas técnicas su efecto desmovilizador?
Varias señales indican que su efecto es parcial. Por un lado, se instalan en el sector formal y moderno de la economía, quedando la mayoría de los trabajadores fuera de su radio de influencia. Por otro, para los que están cubiertos, es difícil que el salario emocional logre sustituir al salario real, cuando la olla de presión del endeudamiento está que revienta. La precariedad actual puede generar un “efecto boomerang” sobre la propia clase dirigente, porque el abismo entre la retórica del bienestar y las condiciones materiales de vida es enorme: el 76% gana menos de 350 mil pesos. Habrá que ver qué giros toma la historia, pero por el momento, la cara del siglo XIX en el Chile de hoy nos muestra más de precariedad abierta que de seducción.
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