viernes, 26 de noviembre de 2010

Periferias, no. 11: ARTÍCULOS: LA DINÁMICA SEXISTA DEL CAPITAL: FEMINIZACIÓN DEL TRABAJO PRECARIO

Periferias, no. 11: ARTÍCULOS: LA DINÁMICA SEXISTA DEL CAPITAL: FEMINIZACIÓN DEL TRABAJO PRECARIO

Goncalves, Renata. LA DINÁMICA SEXISTA DEL CAPITAL: FEMINIZACIÓN DEL TRABAJO PRECARIO. En publicacion: Periferias, no. 11. FISYP, Fundación de Investigaciones Sociales y Políticas: Argentina. Octubre. 2003
Acceso al texto completo: http://www.fisyp.org.ar/docs/Periferias11.pdf
Resumen:
Descriptores Tematicos: Mujeres trabajadoras, Capital, Trabajo femenino, Condiciones de trabajo, Relaciones de género, Luchas sociales, Proletariado, Trabajo precario, America Latina
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LA DINÁMICA SEXISTA DEL CAPITAL: FEMINIZACIÓN
DEL TRABAJO PRECARIO*

Renata Goncalves**


* Publicado originalmente bajo el título “Dinàmica sexista do capital: feminizaçao do
trabalho precário” en Lutas Sociais, Nº 9-10, 1º semestre 2003, pp. 125-132. Traducido
del portugués por Daniel Campione.
* * Doctoranda en Ciencias Sociales (Unicamp).

Una revolución parcial


Hobsbawn, en Historia del siglo XX1, es claro al afirmar que la mayor revolución
social ocurrida en el “corto” siglo XX fue la de las mujeres. Sin embargo, ésta
parece haber sido una revolución sólo parcial.

Hagamos una rápida incursión por algunos procesos revolucionarios. Una de
las particularidades de las tentativas de revolución socialista consiste en que, en
general, sus dirigentes afirmaban la existencia de un estrecho lazo entre la transformación
social y la liberación de la mujer. Para Trotsky, por ejemplo, la construcción
del socialismo sólo sería posible si las mujeres obreras y campesinas eran
liberadas de las amarras del cuidado de la familia y del hogar. Lenin afirmaba que,
mientras las mujeres no fuesen convocadas a participar en el conjunto de la vida
política y también del servicio público permanente y general, tanto el socialismo
como una democracia integral y durable no serían posibles.

A pesar de éstas e innúmeras otras formulaciones, los revolucionarios socialistas
no consiguieron realizar avances fundamentales en este terreno. Kollontai,
en su autobiografía, relata la dificultad que encontró para desenvolver su actuación
en el proceso revolucionario. Ella y sus correligionarias fueron acusadas de
ser “feministas” y de conceder excesiva importancia a los “asuntos de mujeres”.

Las mujeres significaban, para los movimientos revolucionarios, una especie de
doble amenaza. Por un lado, mostraban un atraso derivado de su larga y pesada
ausencia de la esfera política. Por el otro, el propio reconocimiento de que era
necesario realizar un esfuerzo especial para su emancipación era acompañado por
el temor de que tal esfuerzo comprometiese la realización de los “objetivos fundamentales”
de la revolución. Un recelo que fue muchas veces invocado como justificativo
para el aplazamiento estratégico de este “esfuerzo especial”; lo que, en la
práctica, significó dejar el enfrentamiento con la desigualdad entre los géneros
para cuando las transformaciones “infraestructurales” estuviesen consolidadas.

De este modo, el movimiento feminista se transformó en un problema para los
principales dirigentes revolucionarios. En la Revolución Rusa, muchos lo consideraban
un desvío que podía llegar “al punto de crear una división dentro del proletariado
entre los intereses de los hombres y los de las mujeres” (Hayden, 1980, p. 79).
Esta posición política consolidó una brecha entre aquellos que atribuían gran importancia
a las llamadas cuestiones “específicas” y los que se inclinaban exclusivamente
por lo que consideraban cuestiones “generales”. En este contexto, las mujeres
no ganaron en el campo de las luchas concretas la visibilidad necesaria. Representaban,
de alguna forma, o un grupo de apoyo o un grupo solitario. En los dos
casos no hubo espacio para la unidad.

Permanencia de la fragmentación


En América Latina (para restringirnos a este caso), esta brecha persistió a lo
largo de las tres últimas décadas, lo que puede haber contribuido a la fragmentación
y el retroceso de los movimientos sociales.

La Revolución Nicaragüense también representó una esperanza para los partidarios
de la igualdad entre los sexos. El clima de igualdad daba espacio a reuniones
públicas cuyas palabras de orden eran: “no hay revolución sin emancipación
de la mujer; no hay emancipación de la mujer sin revolución” (Molyneux, 1989,
IV). Entretanto, después de los primeros años de sandinismo en el país, los ideales
que buscaba defender, en lo que respecta a las relaciones de género, fueron dejados
de lado. Lo mismo ocurrió en El Salvador. En este país, más del 30% de los guerrilleros
eran mujeres, y ellas representaban más del 60% de la población civil que
apoyaba la lucha. Si en el auge de estos movimientos hubo importantes, si bien
limitados, avances en las relaciones de género; con la derrota2 y la subsecuente
desmovilización de la guerrilla, la mayoría de las mujeres volvió a la casa sin que
se dictase ninguna cláusula sobre sus derechos fuera del hogar (Petras, 1999: 408).

Estos hechos confieren sentido a las observaciones de Petras, para quien los
cambios ocurridos en los procesos revolucionarios, aunque representan avances,
“no alteran significativamente la desigualdad entre hombres y mujeres, especialmente
en lo tocante a la composición por género del liderazgo social, político y
económico” (p. 401).

¿Por qué esto continúa ocurriendo? Es una cuestión de importancia fundamental
y cuya respuesta depende, en el plano teórico, de la contribución de innumerables
investigaciones a ser realizadas en el ámbito de diversos campos de
conocimiento. Formulamos la hipótesis de que, más que en la razón de los “desvíos”
y de las “traiciones”, la brecha se debe a determinaciones muy concretas de
la dominación capitalista de clase, determinaciones que han sido sistemáticamente
ignoradas teórica y prácticamente (lo que signifca que fueron sistemáticamente
repropuestas) por los movmientos volcados a la transformación social.

Insistimos en que la cuestión es práctica y teórica. Señales de esta fragmentación
también aparecen en los análisis marxistas contemporáneos. Incluso autores
que se dedican a una crítica profunda de las principales vertientes de los movimientos
que, a lo largo del siglo XX, se pretendieron revolucionarios, corren el
riesgo de reiterar esta fragmentación. Bihr (1998), por ejemplo, observa que el
movimiento feminista
al atacar la alienación particular a la que son sometidas las mujeres como
grupo social, exigiendo la igualdad de derechos (en la familia, en el
trabajo, en la sociedad civil, en el Estado, etc.) entre hombres y mujeres
[...]contribuyó a extender las alienaciones generales de que todos los
individuos, sin distinción de sexo, son víctimas en el capitalismo, comenzando
por las propias del trabajo asalariado (p. 156).

¿No se estará, en este caso, atribuyendo al “movimiento feminista” una homogeneidad
ficticia3 que, al final de cuentas, sugiere, implícitamente, que las
luchas de las mujeres en el capitalismo resultan, en lo esencial, en “democratizar”
la alienación? ¿Cómo superar, en el plano teórico, esta fragmentación de las luchas
sociales y vislumbrar luchas por la emancipación de las mujeres que se imbriquen
en las acciones anticapitalistas?

Un texto muy conocido de Anderson (1984) tal vez sea el ejemplo más candente
de cómo aún existe un largo camino a recorrer. Anderson afirma, correctamente
a nuestro modo de ver, que
como patrón de desigualdad, la dominación sexual es mucho más antigua
y está mucho más profundamente arraigada en la cultura que la
explotación capitalista. Detonar sus estructuras requiere una carga
igualitaria muchísimo mayor de esperanzas y energías psíquicas, que las
necesarias para eliminar la diferencia entre clases. Mas, si esta carga
explotase en el capitalismo, es inconcebible que ellas dejasen inalteradas
las estructuras de la desigualdad de clases –más recientes y relativamente
más expuestas [...] En este sentido, el gobierno del capital y la emancipación
de las mujeres son –histórica y prácticamente– irreconciliables
(p. 105).

Entretanto, al afirmar, sin ningún matiz, que “económicamente, los simples
mecanismos del proceso de valorización del capital, y de expansión de la formamercancía
son ciegos al sexo” pues “la lógica de la ganancia es indiferente a la
diversidad sexual” (p. 105), el autor corre el riesgo de, por exceso de abstracción,
reintroducir en el marxismo lo que hay de más ideológico en el universalismo de
la ilustración, sin faltar, inclusive, el ingrediente naturalizante de las relaciones
de género. Después, en este particular, Anderson niega que se pueda abolir la
división entre los sexos, que es un hecho de la naturaleza, pero afirma que se
puede abolir “la división entre clases, un producto de la historia” (p. 106). En el
nivel de abstracción en que Anderson permanece, lo que queda fuera de foco es
la cuestión de si existen –y en caso de existir, cómo se constituyen– imbricaciones
entre dominación capitalista de clase y relaciones de género.

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