La brecha salarial crece y también alimenta la desigualdad social
En Santa Cruz, el salario privado promedio es de $ 6.961 mensuales. En Santiago del Estero, apenas llega a $ 2.475. Un trabajador del sector petrolero gana alrededor de $ 6.700 y otro empleado en el campo, tan sólo $ 2.144. En ambas comparaciones, la remuneración más baja representa un tercio de la otra.
Las cifras son de un informe de la consultora Economía y Regiones, hecho en base a datos oficiales. Y revelan una enorme dispersión en los ingresos, tanto a nivel provincial como por ramas de actividades: nada que pueda ser explicado por diferencias en el costo de la vida.
La consultora Equis aporta otras semejantes. El 20 % de los trabajadores privados que ocupan la cima de la pirámide capta el 52 % de la masa salarial global. Y el 20 % que está en la base, por no decir el piso, diez veces menos: apenas 5,2 %. En todos los casos, se trata de empleos en blanco.
La primera conclusión es que existe una notable fragmentación del mercado laboral. Lo cual también manifiesta fragmentación social.
Más de lo mismo es que el trabajo informal, en negro, representa un 36 % del empleo total. La gran mayoría son asalariados que cumplen el mismo horario y desempeñan las mismas actividades que quienes están regularizados, pero cobran la mitad del sueldo.
Podrá afirmarse que los trabajadores han mejorado su participación en el reparto de la riqueza generada por la economía. Pero sólo en el promedio. Las profundas disparidades no permiten sostener lo mismo sobre la distribución de los ingresos al interior de la estructura laboral. Además, desde luego, de la que ya hay al exterior.
Varios factores explican las asimetrías. Y uno anida en el papel de las representaciones gremiales que, según Equis, tiende a reproducir y a ampliar la brecha.
El peso de los sindicatos está asociado a su capacidad de presión o a la rentabilidad de los sectores empresarios. Y muchas veces también va atado a la cercanía con el poder político: Hugo Moyano es un ejemplo elocuente.
Así se entiende que haya sueldos de $ 12.000, de $ 4.700, 3.000 y 2.300. Por orden de magnitud, son los que se pagan, en promedio, en minería; industria; construcción y hotelería y restaurantes. Para camioneros, se calcula que serían de $ 6.000 por lo bajo.
Es en algún sentido similar a cuando se compara el PBI por habitante, entre países con muy desigual distribución de la riqueza.
Del mismo modo como pelean por los salarios de sus gremios, los sindicatos y la CGT se desentienden limpiamente por lo que ocurre con el trabajo en negro.
Existe una explicación más que probable para semejante comportamiento. La fuerza y la perdurabilidad de las cúpulas está en relación directa con las remuneraciones de los afiliados. Igual que los aportes al sindicato o las disputas con organizaciones paralelas: en todo, ponen en juego su propio espacio de poder. Y se nota.
En el sector formal, el empleo es relativamente estable, la desocupación no pasa del 5 %, tiene protección legal y está amparado por las convenciones colectivas.
En el informal ocurre todo lo contrario. Son ocupaciones precarias, sin ningún tipo de cobertura y hasta sin la posibilidad de acceder al subsidio por desempleo.
Puesto todo en el mismo contexto, no es llamativo que en los tres escalones más bajos de la pirámide salarial cerca del 60 % del empleo sea en negro. En esa profundidad hay nada menos que unos 2 millones de trabajadores.
Puede ser, y lo es, que reclamar un aumento del mínimo no imponible sea justo. Pero aun así, el efecto está limitado a quienes perciben sueldos suficientes como para ser alcanzados por el Impuesto a las Ganancias: el resto queda afuera, así otros impuestos barran con parte de sus ingresos.
Cualquiera sea la medición que uno elija, menos la del INDEC, el cuadro laboral completo alimenta pobreza. No sólo imposibilidad para cubrir necesidades y derechos básicos: expresa, también, exclusión social.
La asignación por hijo ayuda mucho. Pero no altera la estructura social profunda. Y si no va acompañada de un sistema de actualización permanente del haber, siempre la inflación se comerá ingresos.
Como se sabe de sobra, la inflación es un factor que potencia la desigualdad.
Con un avance en el precio de los alimentos que está arriba del 25 % anual, pega en las capas más pobres, allí donde casi todo el ingreso se va en alimentos. Resulta un segmento amplísimo, que ni por asomo tiene la capacidad de hacerse oír de los sindicatos.
Algo también conocido hace tiempo es que el crecimiento de la economía no garantiza, por si mismo, un derrame parejo hacia abajo. Y que existen otras formas de ajuste sobre los ingresos, menos visibles pero igual de poderosas que los conocidos ajustes fiscales.
Eso es lo que revela la fragmentación de la estructura social. Por si no se sabe, tan injusta como peligrosa. (...)
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