martes, 9 de marzo de 2010

Informes | Sin un empleo decente (Senior Blog - Marketing Directo)

Informes | Sin un empleo decente (Senior Blog - Marketing Directo)

La mitad de la población continúa sin tener un empleo decente y esto explica la crítica situación social

Los datos de la Encuesta Permanente de Hogares que el INDEC ha vuelto a publicar recientemente revelan que en la Argentina hay 4,4 millones de personas con empleos informales de mala calidad y 1 millón de desempleados. Esta evidencia demuestra que a pesar del crecimiento económico y de las medidas implementadas en los últimos años, los
problemas laborales continúan sin resolverse. La devaluación del año 2002 indujo una importante generación de empleos sustentada en la erosión del salario real, pero este modelo se ha agotado. Ahora es necesario implementar una fuerte modernización de las instituciones laborales, con énfasis en un régimen especial para las microempresas que concentran un alto porcentaje del empleo privado no registrado y operan con una lógica de “trabajo – trabajo”.
A finales de 2009, el INDEC decidió restablecer la difusión de las bases de datos completas de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), una práctica de larga data que había sido interrumpida a principios del año 2007. Aunque subsisten dudas sobre la calidad y veracidad de los datos, la publicación es un paso positivo frente al oscurantismo en el que se cayó a partir del proceso de manipulación del sistema estadístico oficial.

La EPH releva datos de los 31 aglomerados urbanos más grandes del país. Esto le otorga representatividad estadística sobre aproximadamente 25 millones de personas, es decir, una proporción elevada de los 36 millones de personas que se estima conforman la población urbana total y de los 40 millones que se estima conforman la población total del país.

En base a esta fuente de información es posible aproximar la situación laboral de la fuerza de trabajo en los grandes centros urbanos al 1º semestre de 2009 (Gráfico 1).

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Una evidencia particularmente relevante que surge de los datos es que, tras la gran bonanza económica de la década, sólo la mitad de la población económicamente activa posee un empleo de razonable nivel de calidad, incluyendo en esta categoría a quienes declaran estar ocupados como patrón o empleador, cuentapropista profesional o asalariado registrado público o privado. La otra mitad manifiesta tener problemas de trabajo de diversa severidad: una parte se encuentran desempleados (9% de la fuerza laboral) y otros declaran tener una inserción laboral precaria. Entre estos últimos, los grupos más importantes son los asalariados no registrados (públicos y privados), los cuentapropistas no profesionales, el servicio doméstico, los beneficiarios de planes asistenciales y los trabajadores sin salario.

Para ilustrar la intensidad que presenta la segmentación del mercado de trabajo, en el Gráfico 2 se muestran las diferencias en los niveles de remuneraciones entre las diferentes formas de inserción laboral (Gráfico 2).

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En el primer semestre de 2009, la media de los ingresos laborales declarados por los trabajadores urbanos ocupados era de $1.750 mensuales. Este promedio se conforma,
por un lado, por los ingresos –netos de aportes personales– de los trabajadores formales, que rondan los $2.277 mensuales en promedio según la EPH. Por otro lado, por las remuneraciones de los trabajadores informales, que se ubican en el entorno de los $1.040 mensuales en promedio. Cabe considerar que estos puestos de trabajo -además de recibir un ingreso equivalente a menos de la mitad de la remuneración promedio de los formales- suelen tener condiciones laborales menos favorables en aspectos importantes como, por ejemplo, vacaciones y licencias pagas, jornadas reguladas, seguridad social, protección contra despido, etc.

Seguramente que un análisis más desagregado y detallado de la información provista por la EPH permitiría agregar matices a esta profunda segmentación. Sin perjuicio de ello, se mantendría la conclusión más importante: tras haber disfrutado de una época con un contexto internacional muy favorable en lo económico, persisten severos problemas de empleo que afectan a una muy alta proporción de la fuerza de trabajo. Este hecho tiene connotaciones sociales muy importantes. Cuando aproximadamente la mitad de la población activa está en una situación en la que no consigue empleo o sólo lo consigue bajo condiciones muy precarias, la pobreza y los problemas sociales se multiplican e intensifican. Aunque con
una mejor gestión del gasto asistencial la cantidad de familias en estado de vulnerabilidad social se atenuaría, la insuficiente generación de empleo de calidad constituye el principal factor que explica el pobre desempeño de los indicadores sociales, aun en un contexto macroeconómico positivo como el que tuvo Argentina hasta 2008.

Una “década perdida”

La crisis de 2002 tuvo asociada –además de la traumática masificación de los problemas sociales y quiebres institucionales– la definición de buena parte de las estrategias de políticas que se aplicaron en el resto de la década. En términos del funcionamiento del mercado de trabajo, un rasgo central ha sido la desvalorización monetaria como política deliberada para ganar competitividad. ¿Cuáles fueron los principales resultados? Además de la agresiva política cambiaria, un contexto internacional inéditamente favorable y el elevado nivel de capacidad ociosa que había dejado la recesión tuvieron una incidencia decisiva en el crecimiento de la actividad económica que se observó entre 2002 y 2008. En este período, la tasa promedio de crecimiento anual del nivel de actividad fue del 8,5%. Si bien el proceso se detuvo abruptamente en 2009, la expansión de la producción llevó a que en el año 2008 el PIB fuera un 63% superior al de 2002, medido en moneda constante.

Los avances obtenidos en términos de generación de empleo también fueron muy importantes, pero insuficientes frente a los problemas laborales acumulados y las continuas demandas que genera el crecimiento demográfico de la fuerza de trabajo. Según el Ministerio de Economía, el empleo urbano total se incrementó en 2,8 millones de trabajadores entre 2002 y 2009. Por el lado de la calidad de los empleos la situación ha sido mucho más disímil (Gráfico 3).

Según los datos recientemente publicados por el INDEC, entre el primer semestre de 2004 y el mismo periodo de 2009, los empleos formales pasaron de 4,3 millones a 5,9
millones. Este crecimiento permitió absorber parte de la alta desocupación prevaleciente a principios de la década y el ingreso de nuevos trabajadores al mercado laboral.

Pero estos logros resultan modestos cuando se los compara con la cantidad de gente que todavía persiste en la desocupación o la informalidad.

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La cantidad de desocupados se redujo, pero en los grandes aglomerados urbanos sigue habiendo prácticamente un millón de desempleados. Por el lado del empleo informal, disminuyeron los empleos públicos no registrados y los planes asistenciales, pero las modalidades informales en el
sector privado –empleo asalariado no registrado y cuentapropismo no profesional– se mantuvieron estables. Es decir, en el sector privado el empleo informal sigue siendo el refugio laboral de 4,2 millones de personas, una cantidad muy semejante a la que había en el año 2004.

La insuficiente creación de empleo formal para absorber a un importante segmento de la fuerza laboral que trabaja en la informalidad, más la reducción del poder de compra de los salarios asociada a la devaluación, explican gran parte de la falta de correspondencia entre la evolución del nivel de actividad económica y la continuidad de los problemas
sociales. Con un contexto favorable, la agresiva política de “licuación” de costos laborales permitió lograr resultados positivos en términos de reducción de la desocupación
y en frenar el aumento de la informalidad, pero muy negativos en términos del poder de compra de las remuneraciones. El balance general sugiere que la década pasada ha sido una nueva etapa de involución en la búsqueda de una sociedad más justa e integrada.

Una devaluación no resuelve los problemas de productividad

El empleo asalariado privado registrado constituye el componente más estratégico del mercado de trabajo. En general suele aglutinar a los empleos más productivos, por
lo que de su evolución dependen de manera directa o indirecta el resto de las variables laborales. En otros términos, si el sector productivo formal privado no genera suficientes
puestos de trabajo, el exceso de oferta de mano de obra se termina canalizando al desempleo o bien hacia diferentes variantes de subempleo -como empleo público redundante o empleo de baja productividad en el sector privado- que es precisamente el fenómeno que se observa en el mercado laboral argentino. La subsistencia de ocupaciones de baja productividad está estrechamente vinculada a la evolución del núcleo más productivo del mercado laboral, que es el empleo registrado privado.

Desde este punto de vista -y para no repetir los errores de la década pasada- resulta relevante internalizar que la generación de empleo formal privado observada no fue
suficiente ni sustentable. La razón principal es que estuvo basada fundamentalmente en la reducción del salario real, sin modificar las condiciones estructurales que determinan la baja productividad laboral. Una devaluación puede disimular por algún tiempo los problemas asociados a la mala calidad de las regulaciones laborales y al deficiente funcionamiento
del sistema educativo, pero no los resuelve.

Bajo determinadas condiciones, puede inducir un cambio en el precio relativo de los factores que favorezca la generación de puestos de trabajo formales debido al abaratamiento de la mano de obra. Pero apenas el salario real recupera el nivel previo a la devaluación, la creación de empleo formal privado se detiene.

El Gráfico 4 presenta la evolución de los puestos de trabajos asalariados privados registrados y el salario real (corregido por inflación mayorista) entre 1994 y el 3º trimestre
de 2009. La fuente de la información son los registros de la AFIP que, a diferencia de la EPH, cubre al total del país.

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Entre 1994 y 2001 el salario real se mantuvo relativamente estable en el entorno de los $3.000, medido a precios del 3º trimestre de 2009. En el ciclo económico expansivo que
va desde la crisis del Tequila en 1995 hasta 1998 -con costos laborales relativamente estables- las empresas privadas crearon alrededor de medio millón de puestos de
trabajo asalariados formales. Mientras que la actividad productiva creció a una tasa acumulativa anual del 7%, el empleo asalariado formal lo hizo al 4,5%, lo que implica
una relación empleo-producto de aproximadamente 0,6.

Con la devaluación de 2002 se produjo una abrupto y profundo ajuste del salario real: la remuneración mensual cayó a aproximadamente $1.800 mensuales, casi la mitad del
valor que tenía antes de la devaluación. Con tamaña licuación de costos laborales, entre 2002 y 2008 se registró un inédito proceso de creación de empleos asalariados privados
registrados. En 6 años se generaron 2,3 millones de puestos de trabajo, es decir que el empleo asalariado privado formal creció a una tasa acumulativa anual del 8,7%.

Este desempeño estuvo asociado tanto al crecimiento en la producción como al notable incremento de la relación empleo-producto: por cada punto que aumentó del PIB el
empleo privado formal también creció un punto, lo que implica una relación empleo-producto 60% más alta que en el ciclo expansivo de la segunda mitad de los ‘90s. El
cambio en el precio relativo de los factores productivos explica este trascendental cambio en la dinámica laboral.

Los datos muestran que la devaluación contribuyó a generar más empleos, pero peor remunerados. Es precisamente por este motivo, que el saldo final resulta ser la persistencia
de los déficits sociales. Una devaluación no resuelve las ineficiencias de la política laboral o los problemas asociados a la baja preparación de la fuerza de trabajo por el mal funcionamiento del sistema educativo; en todo caso su rol se limita a inducir una mayor cantidad de empleos sustentados en salarios reales más bajos. Es más, como la reducción del salario genera fuertes resistencias políticas y sindicales, su duración es limitada y el proceso de generación de empleos formales termina siendo acotado y no sustentable. Frente a problemas laborales arraigados y masivos, la devaluación no es una solución.

Lineamientos para las nuevas políticas laborales

El manejo de la política cambiaria permitió disimular transitoriamente los efectos de la gran cantidad de distorsiones bajo las que opera el mercado de trabajo (determinados
aspectos de la legislación laboral, elevadas imposiciones sobre los salarios, alta complejidad administrativa, ligitiosidad judicial exacerbada, etc.) y la escasa acumulación de capital humano en los sectores más pobres de la población. En la década pasada no se registraron avances en estos aspectos, pero se logró compensar sus impactos negativos sobre el empleo a través de la licuación del salario real. Con los efectos de la devaluación agotados por el aumento de los salarios, volvieron a emerger los
problemas no resueltos del mercado laboral, más aquellos que se agregaron en los últimos años por retrocesos normativos y por la degradación del sistema educativo.

Para no volver a transitar otra “década pérdida” es fundamental generar las condiciones institucionales para que la creación de empleo privado registrado sea sustentable. El
crecimiento del nivel de actividad a tasas altas es una condición necesaria, pero no suficiente. Tanto o más importante es estructurar las condiciones que estimulen la creación
de nuevos puestos de trabajo con niveles de productividad que permitan pagar mejores salarios. Para esto es necesario -además de mejorar la formación de los trabajadores- reformar radicalmente las reglas de juego del mercado laboral.

En primer lugar, es fundamental reducir la brecha entre el costo laboral que pagan las empresas y el salario de bolsillo que recibe el trabajador. Esto es clave para estimular
la creación de empleo formal con salarios reales altos.

Algunos países desarrollados han implementado reformas dirigidas a eliminar o reducir esta brecha, como Australia, Nueva Zelanda y Dinamarca. En estos países, el financiamiento
de los seguros sociales se estructura en base a una mejor organización y administración del impuesto a las ganancias, en lugar de las contribuciones patronales. La
idea subyacente es financiar los seguros sociales a través de impuestos menos regresivos que los impuestos al trabajo.

En Argentina esto implicaría profundizar el financiamiento de la ANSES vía impuesto a las ganancias –reduciendo la participación de las contribuciones laborales- y
poner límites al proceso de crecimiento de los aportes y contribuciones a través de la negociación colectiva.

En segundo lugar, es fundamental una revisión orientada a reducir la carga burocrática para contratar trabajadores “en blanco”. Aunque se han dado pasos importantes para
simplificar la registración en la AFIP, el trámite asociado al pago de las cargas sociales sigue siendo complejo, fundamentalmente para las empresas pequeñas, que son las
que concentran la informalidad.

Estrechamente relacionada con el objetivo de simplificar está también la necesidad de desarticular aquellos dispositivos de la legislación laboral que no tienen un sentido estrictamente protectivo para el trabajador y son utilizados para exacerbar la conflictividad y litigiosidad laboral, constituyendo una fuente de costos laborales adicionales para las empresas. Entre estos se cuentan las regulaciones sobre movilidad, la distribución del tiempo de trabajo y las formalidades que se deben cumplimentar para demostrar que la relación laboral está correctamente registrada, entre otros.

En tercer lugar algo fundamental para instrumentar un verdadero proceso de modernización de las instituciones laborales: la necesidad de consensuar y sancionar un estatuto
laboral y de la seguridad social para microempresas.

Una de las principales lecciones que deja la persistencia de la informalidad es que la legislación laboral, tal como está concebida, puede ser aplicable para las grandes empresas,
pero su cumplimiento es prácticamente imposible entre los pequeños dadores de trabajo. Según el Censo Económico 2005, en Argentina hay más de 1 millón de establecimientos con menos de 5 trabajadores, la mayoría de ellos monotributistas. Resulta contradictorio que estas empresas tengan acceso a un mecanismo impositivo muy simple de cumplir mientras que desde el punto de vista de la legislación laboral se pretenda aplicarles un marco regulatorio complejo y costoso, especialmente para la perspectiva de un pequeño dador de trabajo.

En Argentina hubo diferentes intentos por establecer normas laborales especiales para las empresas más pequeñas, con resultados modestos o directamente nulos. El hecho
de que éstos asumieran que era posible aplicar la legislación vigente con algunos ajustes menores para adaptarla a las pequeñas empresas probablemente sea uno de los principales
determinantes de estos resultados. Ajustes parciales sobre un complejo y enmarañado cuerpo regulatorio resultan insuficientes para lograr que la legislación laboral pueda ser cumplida por los microemprendimientos.

El argumento más frecuente para no avanzar en un estatuto específico para las microempresas es que no resulta equitativo que algunos empleados gocen de menor protección
que otros por el sólo hecho de trabajar en una unidad económica más pequeña. Sin embargo, la realidad indica que la asimetría de poder entre empleador y trabajador
que la legislación laboral se propone compensar, está muy atenuada o directamente diluida en el vínculo que se establece entre un pequeño emprendedor y sus dependientes.

En otras palabras, entre los pequeños dadores de trabajo, la lógica de las relaciones laborales no responde tanto a una articulación capital-trabajo, como en los grandes establecimientos, sino más bien a una lógica del tipo “trabajotrabajo”, como la que suele darse en pequeños comercios, industrias y proveedores de servicios que toman dependientes para recibir ayuda en su labor diaria (electricistas, plomeros, albañiles, jardineros, etc.). Estas situaciones sugieren la pertinencia de contar con una estrategia regulatoria diferente para estos casos, si es que se aspira a que se desarrollen en la formalidad.

Obviamente que para esto se requiere romper con una larga tradición e inercias doctrinarias y legislativas. Pero la experiencia indica que, para no volver a repetir fracasos,
se debe asumir que no es posible aplicar normas laborales generales a los pequeños empleadores, incluyendo a los convenios colectivos de trabajo. Desde un punto de vista
instrumental, cabe considerar que el monotributo está institucionalizado como un régimen especial y sustitutivo del régimen general en materia tributaria. Una alternativa a explorar sería que el estatuto laboral y de la seguridad social para microempresas fuera aplicable a las empresas que califican para el monotributo. De esta forma sería posible avanzar en la aplicación de normas impositivas y laborales diseñadas especialmente para contemplar las particularidades de las unidades económicas más pequeñas.

Esto brindaría racionalidad a las políticas públicas y representaría un paso significativo a la hora de facilitar la formalización de este segmento particularmente propenso
a operar fuera de la legalidad.

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