JOSEP RAMONEDA 05/07/2009
Desde hace 20 años, Estambul se ha convertido en un centro económico cosmopolita. La caída de los regímenes de tipo soviético y la revolución iraní han convertido la ciudad que vive con un pie en Occidente y otro en Oriente en lugar abierto para los negocios y el ocio de viejos y nuevos ricos de los países de la antigua URSS, Irán y el mundo árabe. Las terrazas de los restaurantes y los clubes del Bósforo testifican esta transformación. Las clases altas de Estambul comparten estos lugares de diversión con la gente rica de los países del entorno. Naturalmente, esta transformación tiene efectos en la especulación inmobiliaria y el desarrollo creciente de una economía informal, en los márgenes de la legalidad.
Al tiempo que Estambul va adquiriendo esta dimensión de capital global, en sus calles la bandera turca se ha hecho omnipresente. Los edificios públicos y muchos privados se adornan con la media luna y la estrella sobre fondo rojo de la enseña nacional. Me dice Ohran Pamuk que esta exhibición de nacionalismo empezó hace unos cinco años y es estimulada por el Ejército y su entorno con la voluntad de rearme ideológico tanto frente al europeísmo como al islamismo. Es decir, en Estambul coexisten y se confrontan los tres actores del drama político contemporáneo: lo global, lo nacional y lo religioso, o si se prefiere, dinero, política y creencia.
En una ciudad de interconexión, con tantos flujos relacionales con su entorno geográfico, la complejidad es la única perspectiva para interpretar los efectos de una dualidad estructural: modernidad y tradición, laicismo e islamismo, cultura urbana y pervivencias del mundo rural, militarismo y democratización, progreso y decadencia, legalidad y dinero negro, Europa y Asia, Occidente y Oriente. El lugar en que estas contradicciones deberían evolucionar en un futuro es Europa.
Pero desde Estambul se comprende mejor que la incorporación de Turquía a Europa es un proceso extremadamente complicado. Lo es, evidentemente, por la negativa de las dos principales potencias europeas, Francia y Alemania. Por muchas razones, la primera de ellas, el peso de la demografía. Turquía pasaría a ser el primer país europeo en población. Pero no sólo de fuera vienen los obstáculos. Hay en el interior fuerzas muy contrarias a la integración en Europa. Y la principal de ellas es el Ejército.
El Ejército turco, como todo el mundo sabe, es extremadamente poderoso. Garante del laicismo y de los valores republicanos, se sitúa por encima del poder civil y se siente autorizado a desplazar a los Gobiernos con el solo argumento de la violación de las normas básicas de la república. La tensión entre militares y civiles es permanente. Y los rumores de asonadas son pan de cada día, aunque la mayoría de las veces queden en nada. Evidentemente, en las reglas del juego de la UE, que Turquía como cualquier otro miembro tendría que respetar para entrar, es inadmisible que el poder militar se sitúe por encima del poder político, democráticamente elegido. Las normas fundamentales de Turquía deberían cambiar: los militares turcos perderían gran parte del poder y de sus privilegios.
No sólo hay que poner la religión en su sitio para que Turquía pueda entrar en Europa, también los militares deben entrar en el juego democrático. Erdogan sigue llamando a la puerta de Europa, aunque algunos duden de su sinceridad, porque dicen que más allá de las apariencias su partido es islamista, es decir, está totalmente encadenado a la religión. Pero que un partido confesional islámico aceptara plenamente las reglas del juego democráticas tal como rigen en Europa, del mismo modo que lo hizo la democracia cristiana en su día, sería un acontecimiento de tal envergadura para el mundo entero, que es irresponsable que los líderes europeos no empujen a Turquía en esta dirección. Más todavía teniendo en cuenta que la transformación modernizadora que vive una ciudad como Estambul juega absolutamente a favor. Por la noche, en las calles atestadas de gente del entorno de la plaza Taksin es difícil encontrar una sola mujer con velo.
Y puesto que Francia y Alemania han optado por la actitud conservadora y que Italia está como está, es al Reino Unido y a España a los que corresponde tirar de Turquía hacia Europa. Y si la alianza de civilizaciones de Zapatero es algo más que música para bailarines morales al sempiterno estilo de las Naciones Unidas, aquí está la oportunidad de probarlo. Trabajar para incorporar Turquía a Europa sería la mejor manera de demostrar que esta alianza es algo más que una ficción autocomplaciente entre dos gobernantes a la búsqueda de reconocimiento.
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