La crisis que ha desatado la pandemia del COVID
19 está trayendo efectos y secuelas en la economía de unas proporciones difícilmente
vistas por nuestras generaciones y pienso que aún no terminamos de dimensionar
y ver toda su magnitud. En este contexto la acción del Estado y las políticas
públicas cobran una importancia tal, que incluso, puede marcar la diferencia
entre la vida y la muerte.
Incluso llegan a plantearse el falso dilema
entre salud de las personas y el mantener la economía funcionando, digo falso
pues ambos tienen efectos profundos y no se puede poner a un mismo nivel la
preservación de la salud de la población con otros considerandos.
En lo que si existe consenso (espero) es en la
necesidad de actuar con celeridad, durante el reciente mes, la prioridad ha
sido el empleo formal, mediante la promulgación de la ley de protección de
empleo que ha implicado la generación de una alternativa para que el trabajador
pueda hacer uso de su seguro de cesantía, sin que implique temporalmente el
término de la relación laboral. A este mecanismo se han adherido a mediados de
abril 56.986 empresas, lamentablemente, este no ha sido el mecanismo de apoyo a
las PYMES del que se hablaba al momento en que el Gobierno presentó esta
iniciativa, puesto que, una vez iniciada su aplicación, reconocidas grandes empresas
han usado este mecanismo afectando un total de 786.790 personas (según los
datos dados a conocer la semana pasada por el Ministerio del Trabajo y que
anunciaron sobre la marcha, que era una cifra en revisión). Si a esto le
sumamos cerca de 300.000 personas con carta de despido, se configura un sombrío
escenario en el cual, sobre un millón de empleos serían el efecto inicial de
esta crisis.
Pero, el empleo formal no es el único que hoy
se ve afectado, esta crisis ha permitido también hablar de otro segmento
usualmente invisible para el ámbito público, me refiero a los trabajos
informales y los trabajos a honorario. Ambas categorías, hasta ahora, se
encuentran excluidas de las medidas adoptadas para el trabajo formal asalariado.
Ciertamente es primera vez, desde la decisión
del INE del año 2017, cuando se adoptó una definición de trabajo informal (de
las múltiples existentes) y se comenzó su medición dentro de las encuestas de
empleo. Esto permite estimar que un 27% de la población ocupada lo hace de
manera informal, es decir, no está sujeta a contrato de trabajo, o no cuenta
con iniciación de actividades.
La falta de registro dentro de este heterogéneo
grupo lo hace invisible a los registros públicos. Vale la pena detenernos un
minuto en quienes son estos trabajadores informales: Personas que se dedican
esporádicamente a ventas diarias de subsistencia (coleros, ambulantes, productores
de comidas, entre una amplia lista de ocupaciones precarias); artesanos, emprendedores
embrionarios y variados tipos de trabajos por cuenta propia, dentro des tos
últimos, podemos encontrar a quienes participan de la economía de plataformas (servicios
de transporte y de entrega de productos).
Pero sin ir más lejos, también encontramos en
este grupo un número importante de personas asalariadas, que no cuentan con un
contrato de trabajo escrito, trabajadoras de casa particular, labores agrícolas,
actividades comerciales, etc. Estos se estiman en un 30% del total de los
asalariados dependientes.
En suma, el trabajo informal lo constituyen una
enorme variedad de actividades que sólo tienen en común la falta de
cumplimiento total o parcial de normativas laborales, tributarias o
sectoriales. Por lo tanto, el desafío político y técnico radica en el diseño
mecanismos para llegar a este segmento de la población y de la economía.
Ante la imposibilidad práctica de poder registrar
y medir las características de este grupo como condición para realizar una
trasferencia de recursos, las opciones que quedan son las aplicaciones de una
modalidad de transferencia no condicionada.
Es en este momento en que vale la pena mirar
las lecciones que nos han dejado las experiencias de aplicación de una Renta Básica
Universal, existen varias experiencias aplicadas de manera piloto en distintas
latitudes del planeta - ninguna de ellas aplicada en medio de una pandemia –
pero debemos considerar que ya existen políticas que contribuyen a este
objetivo, se cuenta con un salario mínimo, y más recientemente con el Subsidio
al Ingreso Mínimo Garantizado, que se encuentra próximo a ser promulgado.
Si no se aplica un modelo de subsidio
universal, cobran relevancia las condiciones de borde, pues se puede generar
una inequidad importante, con algunos grupos igualmente necesitados de apoyo,
tales como los emprendimientos emergentes que han decidido formalizarse, decisión
que no debe tornarse en un lastre para quienes lo han hecho.
En este contexto, el anuncio del proyecto Ingreso
Familiar de Emergencia es un anuncio en la dirección correcta y deberá con
celeridad, pero su efectividad dependerá de definiciones sobre la suficiencia
de los montos a transferir, la extensión de la transitoriedad, el nivel de focalización
(anunciado entre un rango de un 60% y 40%) y del gradiente de decrecimiento que
se adopte. Todas ellas decisiones técnicas, pero también políticas.
Es de esperar que esta propuesta se materialice
a la brevedad ya que, a diferencia de las grandes empresas, e incluso, a
diferencia de las PYMES consolidadas, el horizonte de generación de sus ingresos
se cuenta en semanas, e incluso, día a día.
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