jueves, 22 de abril de 2010

La precariedad laboral y la falta de recursos o de personal justifican algunos de los atropellos a mayores en las residencias - Interviu

La precariedad laboral y la falta de recursos o de personal justifican algunos de los atropellos a mayores en las residencias - Interviu

La doctora Ana Urrutia, directora de la residencia Torrezuri, en Guernica (Vizcaya), todavía recuerda el día en que ató a un anciano por última vez. “Me dolió en el alma”, dice. Había sujetado a una mujer mayor “con una demencia profundísima, que no paraba quieta. Como medida terapéutica, para que descansara”. Pero un colega que trabajaba en el Reino Unido y que en ese momento visitaba el centro que ella dirige le hizo replantearse su modo de actuar. “Yo nunca he visto allí lo que tú estás haciendo aquí –le espetó–. Lo que me transmites es que te falta personal, y como no la puedes atender, la atas”. Fue el antes y el después de una residencia en la que no se ha vuelto a sujetar a nadie. A casi un 24 por ciento de los mayores de los geriátricos –un 60 por ciento si hablamos de enfermos de alzhéimer, según un reciente informe del Consejo General del Poder Judicial– se les sujeta a diario. Sentados o encamados. También con pastillas –sujeciones químicas– que los mantienen en calma. O con las dos de la mano. Es una práctica legal: ha de ser pautada por un médico y consentida por la familia. Se hace para que no se caigan, para evitar denuncias y para que no molesten a otros.
Los candidatos son mayores con demencia, explica Antonio Burgueño, director del programa Desatar al anciano y al enfermo de alzhéimer, que promueve la Confederación Española de Organizaciones de Mayores (Ceoma). “Las sujeciones son una vergüenza para este país y una lacra para quien las sufre –asegura Burgueño–. En España, viven atados a diario, en residencias y centros de larga estancia, unos 150.000 mayores, ya sea con sujeciones físicas o farmacológicas. Es el maltrato institucional más agresivo que existe, pero es políticamente incorrecto admitirlo. Queremos formar a la gente y decirle que si un centro ha logrado suprimirlo, otros pueden”.
Pero existen otras prácticas que se han vuelto cotidianas y también vulneran el derecho a una atención de calidad. Gabriel Marinero, de la ONG Ayuda al Anciano, reclama el derecho de los ancianos a estar bien vestidos, aseados, atendidos… A contar con el cariño de sus familias, que muchas veces no acuden a verlos. A no pasar horas aparcados frente al televisor; a no usar pañales porque no hay quien los lleve al baño –“se les vuelve incontinentes a la fuerza”, apunta Burgueño–; a comer sólido –aunque sea más trabajoso dárselo– en lugar de puré; a no estar todo el día en sillas de ruedas –“que solo son para desplazarse”, insiste el médico–.

Escasa formación
Que España abusa de las sujeciones en sus residencias –unas 5.500, el 70 por ciento privadas (ver recuadro junto a estas líneas), según datos de la Sociedad Española de Médicos de Residencias (Semer)– es una realidad. En marzo, la Consejería de Bienestar Social de la Generalitat valenciana envió un requerimiento a un centro de Sueca (Valencia) por, entre otras cosas, haberse constatado excesivas sujeciones. No es lo habitual, discrepa Alberto López Rocha, presidente de la Semer, que aglutina a 5.000 médicos a nivel nacional: “Se pueden dar casos, pero en la mayoría interviene la poca formación”. Su sociedad ha creado un manual para el buen uso de medidas de restricción física. Abogan por “que no se apliquen de forma aleatoria y sin criterio”. Porque, recuerda, también se ata a los ancianos que viven en sus domicilios. “Por no meternos con las sujeciones químicas no controladas –añade–. O con las barandillas que se ponen en las camas, que, por cierto, se colocan cuando eres niño y nadie dice nada. Debemos ser más consecuentes”.
Las sujeciones, dice Burgueño, se fundamentan en un “falso mito”: la falta de personal para cubrir a todos los residentes –al estar transferidas las competencias, cada comunidad establece una ratio–, una de las quejas habituales de los trabajadores de geriátricos, sobre todo privados. (Junto a lo bajo de sus salarios: en torno a los mil euros mensuales en los públicos, unos ochocientos en los privados en el caso de los auxiliares, según Pilar Navarro, secretaria de Salud y Servicios Sociosanitarios de la FSP-UGT). Susana, ex enfermera de una residencia privada de Madrid que prefiere no dar la cara por temor a no volver a ser contratada, explica así la situación: “A mí no me gustaba sujetarlos. Muchas veces se ponían peor. Pero ¿qué puedo hacer si estoy sola, con dos auxiliares, para atender en el turno de noche a más de cien personas?”.

Cambio de mentalidad
Cada vez más voces piden un cambio social y cultural en la atención de los 400.000 mayores españoles que viven en instituciones. Para que “sean tratados como personas, no como objetos. El 80 por ciento tiene esa sensación”, asegura Burgueño. Los mayores no solo van a una residencia a morir, sino que tienen derecho, por ejemplo, a no vivir en el centro si no quieren, explica López Rocha, quien apunta a las familias como “la principal ‘patología’” que atienden. “Es una lucha –añade el presidente de la Semer–. No atienden a razones cuando se les explican las dolencias o la recomendación de abandonar el centro si el anciano no se adapta. Eso, sumado al remordimiento por haberles dejado en un geriátrico, dificulta las relaciones”.
En 2008, en España, según datos de CC OO, se cerraba una residencia cada 45 días por falta de calidad. Cada vez que surge una noticia saltan las alarmas. “Maltratar a una persona no es solo pegarle. La sociedad tiene tendencia a infantilizarlos. Esa persona tiene derecho a ser autónomo, a decidir cómo vestirse o a caminar, aunque sea despacito y con un andador”, asegura Ana María García Rubio, directora del grupo La Saleta, con 17 centros en la Comunidad Valenciana. “Esto no es un negocio. Lo primero es el anciano”, afirma rotunda Urrutia.
En la residencia San José-Hospital de la Caritat de Sueca, antes mencionada, un grupo de mujeres ve pasar la vida en un cuarto pequeño y oscuro. Sentadas en círculo, se miran unas a otras. No hablan. Solo dormitan. Es un centro de puertas abiertas. Por las tardes no hay control en la entrada, y más de una vez algún anciano –hay unos cuarenta– se ha escapado y lo ha tenido que traer de vuelta la Policía Local.
Conchi Álvarez encabezó una denuncia que dio origen a una inspección. Las familias aseguran que se asea a sus mayores en un baño común –los de las habitaciones no están adaptados–, que hay cucarachas, que la dieta es la misma para todos y que los residentes están prácticamente abandonados. El sindicato CSIF también ha denunciado que el edificio –actualmente en obras– carece de señalización de incendios, un extremo que esta revista ha comprobado, y las condiciones laborales de las trabajadoras. Tres por las mañanas. Dos por las noches. Imposible hacer frente a todo.
Una queja que se repite una y otra vez, junto a las precariedad laboral y la falta de cualificación, según la FSP-UGT. En las residencias privadas, las ratios –lo normal sería un gerocultor o auxiliar por turno por cada siete u ocho ancianos, dice la Semer– no se cumplen. “Hay un trabajador por cada 20 mayores y las carencias de personal influyen en la calidad de prestación de los servicios”, apunta la UGT.
Susana, la ex enfermera del geriátrico de Madrid, pone un ejemplo. Madrugada en el centro. Un residente llama al timbre. “¿Qué quieres?”, le pregunta la auxiliar por el interfono. “¡Quiero ir al baño!”, contesta el anciano. “¡Pues méate, que para eso llevas el pañal!”. Cuando se le pregunta a un auxiliar compañero de Susana qué se debería hacer, responde: “Pues habría que llevarle”. Pero ¿quién lo hace? Es la pescadilla que se muerde la cola.
Faltan inspecciones, lamenta Gabriel Marinero. “Sobre todo –añade–, por sorpresa, por las noches. No vale de nada si se avisan con antelación”. Consejerías de Bienestar o Asuntos Sociales, como las de Valencia o Navarra, señalan que los inspectores cumplen y que acuden sin avisar. “Algo que no suele gustar”, precisan en Navarra, comunidad que en 2009 cerró un geriátrico por falta de condiciones.
La falta de atención médica es otra de las denuncias habituales de los familiares. Cada comunidad asigna un tiempo –en función del número de plazas y la condición de válido o dependiente del residente–, que va desde las dos horas hasta la jornada completa. “Incluso hay residencias pequeñas que se llevan desde los centros de salud –explica López Rocha–. La verdadera presión que tenemos es por el gasto farmacéutico. Si se pauta un tratamiento, es porque lo requiere esa persona. Se piensa que la retirada de los médicos disminuirá el gasto. Lo que se pretende es que no demos una atención continuada, y protestamos hasta la saciedad”.

Cambio de tercio
En Torrezuri hay unos cuantos residentes que dan “mucho el turre” a las auxiliares, dice con cariño Urrutia. Como Concha, que pasea sin rumbo fijo. Un no parar que Mariví, con las facultades intactas, mira con recelo. Es la residente que más años lleva en este centro privado que acoge a 27 mayores, el 95 por ciento asistidos. “Aguantar dementes es terrible –dice la directora–. No es un trabajo cómodo ni bonito, pero hay que hacerlo lo mejor posible”. Urrutia se sentó un día con sus auxiliares y les trasladó el mensaje. Y ha calado, porque en su residencia “se respira buen rollo”. Lo dice Damián, ochentón, y lo rubrica Teo en una coplilla: “El que quiera seguir viviendo mucho tiempo que venga aquí y lo seguirá viendo”.
A Torrezuri pronto se le sumarán otros centros que lucirán la placa de libres de sujeciones. Como el de Villarreal, en Castellón, que gestiona el grupo La Saleta. Una senda que también seguirá Navarra, según explica Pilar García, directora del Servicio de Calidad e Inspección del Departamento de Servicios Sociales. La única Administración que ha dado un paso adelante en este sentido.
Sensores que detectan cuando el anciano se incorpora de su cama; monitores que controlan sus movimientos; puertas que se cierran por fuera –para que quienes trasiegan toda la noche no molesten a quienes duermen–, pero se abren por dentro… Son algunas de las medidas adoptadas por Torrezuri. Lo que Urrutia y Burgueño –y otros profesionales que trabajan en la misma dirección– defienden es que, pese a que se caiga, merece la pena desatar a un anciano. Atarlo no solo acarrea consecuencias físicas, como úlceras por presión, infecciones o pérdida del tono muscular y debilidad, sino psíquicas, como aislamiento, vergüenza, pánico… “Vi algún caso que después de ser atado no dejaba que nadie se le acercase. Hay que trabajar entre todos. Es cuestión de voluntad”, asegura el médico.

Inconformistas
Malos olores, frío por poca calefacción, pérdida de ropa, rigidez de horarios, compañeros poco agradables. Son algunas de las reclamaciones presentadas en Ayuda al Anciano. También, falta de atención en las residencias privadas grandes –“un señor se quedó en el jardín y lo tuvieron que llevar a urgencias con la cara quemada”–, facturas extras o abusivas y comida poco variada y escasa.
En la residencia pública de Carlet (Valencia) –que gestiona la Generalitat–, Luis Aparisi comanda a un grupo de residentes que aspiran a que comer deje de ser un momento “para la depresión”. Un 65 por ciento de la población piensa que en las residencias “se come mal y nadie controla”, asegura Roser Montané, de Cesnut Nutrició, que añade: “En muchos centros no hay menús validados por dietistas. Con una buena planificación se evita un aumento de la morbimortalidad y un empeoramiento de las enfermedades”.
Aparisi ha conseguido que las cosas se muevan. Al grito de “¡Hasta la fideuá la hacen con cerdo!, ¡pescado=congelado!”, su objetivo es que la empresa que ha firmado con la Generalitat por cinco años –con un desembolso de más de ocho millones de euros, a 12,40 euros por persona y día– les ponga lo que figura en el pliego de condiciones –pescado fresco, cerdo, conejo…– y los residentes no acaben desnutridos. La propia consejera de Bienestar Social, Angélica Such, se presentó en el centro para ver qué se cocía. “Eso sí, no se quedó a comer”, dice Aparisi con sorna.

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