Entrevista con Mike Davis: Temores de la ciudad - El Eco de los Pasos
Los trabajadores de los mataderos en Argentina, los mineros en Bolivia, los estibadores en Venezuela, han importado las técnicas del movimiento obrero a los barrios pobres
Joseph Confavreux, Mathieu Potte-Bonneville y Rémy Toulouse entrevistaron recientemente a Mike Davis para la revista francesa Vacarme.
En 1990, el historiador Mike Davis pudo valerse de la película Blade Runner para desvelar el esbozo de las transformaciones bien reales que afectaban al tejido urbano de Los Ángeles, la línea de pesadilla en la que se tramaba entonces la dinámica de la ciudad. Inventaba así una manera de dar a la metáfora del «guión», del que se alimenta lo habitual de la previsión periodística, una aplicación literal y penetrante, movilizando los recursos de la ficción para ordenar los procesos económicos, los enfrentamientos sociales, los dispositivos de seguridad de un universo capitalista que extrae su violencia de correr tras su propia fantasmagoría.
Casi veinte años después de la aparición de City of Quartz, obra que encontró aun mayor eco en la medida en que los disturbios de 1992 vinieron a confirmar su diagnóstico, Evil Paradises: Dreamworlds of Neoliberalism multiplica este gesto estudiando, una tras otra, «las ciudades alucinadas del neocapitalismo»: mientras tanto, la utopía de espacios consagrados al consumo, a la propiedad y al control se ha fragmentado en todas esas esquirlas de cuarzo, en todas esas «iteraciones de Los Ángeles (...) en el desierto de Irán, las colinas de Kabul o en las afueras cercadas y provistas de seguridad del Cairo, de Johannesburgo y de Pekín».
Interpretación de los sueños: así podríamos denominar el extraño método, recurriendo a la erudición sociológica, geográfica e histórica, lo mismo que a los desvíos estéticos, que Mike Davis intenta aplicar a esas versiones mundializadas del American dream [sueño norteamericano].
Método en el que se trata, en primer lugar, de despertar a sus lectores del dormir de cuyos sueños son guardianes, haciendo que aparezcan bajo «el monacato de gama alta, las ciudades-Estado flotantes, el turismo espacial, las islas privadas y las monarquías restauradas», los ciclos de miseria, las segregaciones implacables y el desastre ecológico que constituyen a la vez su envés y su condición.
De ahí que no se coja un libro de Mike Davis sin temblar un poco: pero el sentimiento de pavor que se puede experimentar al abrir Late Victorian Holocausts: El Niño, Famines and the Making of the Third World [Los holocaustos en la era victoriana tardía], Planet of Slums [Planeta de barriadas marginales] o Buda's Wagon: A Brief History of the Car Bomb [El carruaje de Buda: breve historia del coche bomba] ...no desemboca en realidad ni en un sentimiento de impotencia ni en una contemplación compasiva de la peligrosa marcha de la humanidad. Los textos de Mike Davis, si bien no eluden jamás las violencias del mundo, intentan localizar la fuente de las energías que los producen, para desmontar sus mecanismos, incluso para disuadir o dar la vuelta al poder: «sin duda hay sitio para una verdadera cultura de oposición en Los Ángeles», escribía ya 1990, justo en medio de una obra que describía la ciudad nítidamente. Su forma de ir a excavar al futuro y levantar a todos los niveles una arqueología del porvenir dibuja un Apocalipsis únicamente en el sentido en que su forma de desvelamiento nos deja sin descanso, pero no sin esperanza.
De modo que, bien despiertos y más bien intimidados, hemos ido al encuentro de este buscador cuya trayectoria misma parece entretejida en otro tipo de imaginario, como un precipitado de contradicciones que sugiere, visto desde aquí, la idea misma de una «izquierda norteamericana»: hijo de un obrero de los mataderos convertido en teórico de una nueva forma de geopolítica, antiguo camionero cuyo compendio de historia política y social de la clase obrera sienta cátedra, observador de las ciudades instalado en ese tejido urbano que discurre de San Diego hasta su gemela mexicana, megalópolis atravesada por la frontera del Imperio.
Para los lectores franceses, acostumbrados desde el colegio a distinguir la geografía de la historia, su planteamiento liga de manera penetrante las preocupaciones de orden espacial (de las mutaciones de la ciudad al cambio climático o a la multiplicación de las fronteras), y de las categorías tomadas de esta tradición de la crítica social construida, con Marx, sobre una historia de los modos de producción. ¿De dónde procede, en su caso, esta doble preocupación de la historia y del espacio?
Cuando yo era un adolescente que vivía en la frontera mexicana, mi salvación personal consistía en irme a Tijuana con mi novia, pues era aficionado a los toros, pero también debido a que en esta ciudad había un mercadillo de libros creado por republicanos españoles, que me ofrecía un universo paralelo y desconocido. ¡Iba a Tijuana y me encontraba con los escritos de Lukács sobre estética en cuatro volúmenes! Así descubrí a Althusser al fondo de una estación de autobuses. Y aunque esta ciudad era para los adolescentes de mi edad sinónimo de borracheras y prostitutas, a mi me sirvió de puerta de entrada al mundo de las ideas.
Es difícil que se pueda comprender la liberación que sentía cada vez que atravesaba la frontera. Estábamos todavía en la época de la Guerra Fría. Mi padre trabajaba en los mataderos, donde había fundado el sindicato local. Era demócrata y adepto del New Deal, pero tenía dos amigos croatas, que estaban fichados como comunistas, dado que varios miembros de su familia habían formado parte de los partisanos de Tito, y que su padre, que había emigrado a Arizona, pertenecía los Industrial Workers of the World (IWW). [1] A comienzo de los años cincuenta, se había establecido una comisión de «actividades antiamericanas», ante la cual testificaban públicamente los comunistas corrientes y a los que se les arruinaba la vida en directo. Se expulsaba a sus familias y amigos de los terrenos en que tenían las autocaravanas, los vecinos les tiraban piedras...Estos dos amigos de mi padre eran para mí como unos tíos. Pero después de desfilar ante la comisión, todo el mundo los evitaba, nadie quería darles trabajo...
Estas dos personas fueron mis primeros maestros, sobre todo uno de ellos, Lean Gregovitch. Sufrió un ostracismo tal que acabó de cocinero en una pequeña ciudad de montaña — al estilo del Lejano Oeste — perdida en medio de la nada. En aquella época yo trabajaba de repartidor de carne, y cuando iba a su casa, me invitaba a sentarme, me llenaba un vasito de vino y me decía: «Mike, ¡tienes que leer a Marx!». Y yo le respondía: «Pero, ¿qué es lo que tiene Marx, Lean?», y decía él entonces: «No lo sé, nunca he podido leerlo, pero tú eres un chico inteligente, debes leer a Marx». Pocas cosas me han afectado tanto como la partición de Yugoslavia, porque los amigos de mi padre y los vínculos que mantenían con los partisanos yugoslavos me habían dado un sentido muy agudo de los sacrificios que habían hecho falta para levantar ese país. Por eso resultó para mí mucho más difícil que el derrumbe de la Unión Soviética.
Viviendo por tanto en la frontera mexicana, ¿cómo contempla la situación de los latinos en los Estados Unidos, que sacaron a la luz las grandes manifestaciones de 2006?
La primera gran manifestación contemporánea de los latinos data de 1993, con la sorprendente campaña de protesta contra la «proposición 187», que endurecía el estatus de los sin papeles en California, y habría vuelto a excluirles de la ayuda médica y a expulsar a sus hijos de las escuelas. Pero en el año 2006 nadie se esperaba una movilización de estas dimensiones. Fue una de las experiencias más intensas de mi vida. Durante décadas me había dado cabezazos contra la pared, tratando de organizar movimientos en Los Ángeles, y hete aquí que, de pronto, teníamos una manifestación cientos de veces mayor que las que se habían podido ver en el caso de los movimientos contra la guerra.
Al desfilar desde los barrios del Este de Los Ángeles y atravesar el río camino del Ayuntamiento, se pasa al lado de un enorme centro penitenciario, cerca de una pequeña colina. ¡Desde allí podía uno darse cuenta de toda la gente que había! Era algo increíble, ¡por todas partes! Tenías la impresión de haberte convertido de pronto en una mariposa después de no haber sido más que una oruga. Y todo alrededor otras orugas estaban a punto de hacer eclosión. Era la primera vez en que podía medirse el inmenso potencial político de los latinos, y darse uno cuenta de hasta qué punto esta población formaba en realidad una mayoría.
Se habría podido pensar que esta población, habiendo tomado conciencia de su poder, no podía más que seguir después hacia adelante. Pero había todavía muy pocas organizaciones capaces de estructurar ese movimiento, y esto no ha cambiado desde entonces. El potencial político que tuvo su expresión en ello no se ha materializado por tanto. Y los latinos siguen siendo blanco privilegiado de los ataques más desleales. Mi mujer no tiene papeles y nuestra vida cotidiana está totalmente organizada para evitar toda circunstancia que entrañe riesgo para ella. A ella le encanta hacer dedo e ir a la montaña, pero no podemos, porque la policía de fronteras está por todas partes. Igual que en Europa, no nos enfrentamos a una sola frontera. Las fronteras se repiten aquí y allá y por donde quiera que vayas hay zonas de control.
Es la cantinela de toda la historia norteamericana. Todas las generaciones de inmigrantes han conocido esas experiencias. Pero lo que resulta nuevo es que esta experiencia se asume ahora dentro de un continuum geopolítico. Ya no se habla de inmigración sino de seguridad. Y una de las cosas que ha cambiado entonces es la manera de atravesar la frontera. Antes se iba primero a buscar a algún hombrecillo del lugar que llevara estos asuntos, algún emprendedor que supiera cómo cruzar. Le pagabas y él te pasaba, los había a cientos. Pero la militarización de la frontera ha dejado vía libre a los cartels de la droga, organizados en multinacionales. Si eres muy pobre, ya no te puedes permitir cruzar. Antes, cuando conseguías cruzar, era un poco como los trabajos al servicio de la comunidad, vendías naranjas en Los Ángeles durante tres meses para devolver el dinero. Ahora a la gente se le pide que transporte droga.
La guerra contra el terrorismo, la guerra contra la droga o el arsenal de seguridad forman parte de una mecánica enmarañada, que se ha vuelto increíblemente lucrativa. Son las grandes empresas las que construyen prisiones privadas para los clandestinos o las que desarrollan tecnologías para vigilar la frontera. En San Diego, donde vivo, he visto desarrollarse las tecnologías de vigilancia utilizadas simultáneamente en Irak, en la frontera y en nuestras ciudades. La universidad de San Diego — la de Marcuse, la de Angela Davis — es uno de los lugares donde se han sembrado los gérmenes de una sociedad literalmente orwelliana. Y son los inmigrantes los que han sufrido el regreso del garrote más violento del mundo tras el 11 de septiembre.
La barriada marginal global
En su trabajo, las transformaciones urbanas aparecen a la vez como un precipitado de las contradicciones sociales contemporáneas, y como una apuesta muy real en torno a la cual se enfrentan las técnicas de mantenimiento del orden y las formas de resistencia desesperada: la ciudad-espejo y la ciudad-campo de maniobras. Así se ve sobre todo en Planet of Slums [Planeta de barriadas marginales], [2] donde se trata de leer la política mundial a través de la expansión de las barriadas marginales, y de mostrar cómo los barrios de chabolas desestabilizan el orden político, obligándole a inventar nuevos modelos. ¿Cómo se articulan esas dimensiones en su reflexión?
Comienzo siempre disculpándome cuando hablo de Planet of Slums: no he vivido en Dháká (Bangladesh) ni en las Colonias Populares de México. He trabajado principalmente en la Universidad de Berkeley, que dispone de uno de los mejores fondos documentales en lo que respecta al desarrollo urbano. Soy una especie de buscador a todos los niveles, un kamikaze de biblioteca: voy allí, me llevo libros, los fotocopio, y me fabrico un corpus de un millar de libros y artículos en inglés, y en menor medida en francés.
No he buscado, por cierto, sólo tesis provocadoras; quería ver qué puntos comunes se desprendían de todos los estudios sobre ciudades en expansión, y me he centrado en dos temas especialmente preocupantes desde hace unos veinte años.
En primer lugar, hay cada vez menos alojamientos disponibles para los pobres en los centros metropolitanos; para encontrar donde vivir, hace falta alejarse cada vez más del centro, en los lugares más peligrosos. Y hasta los alojamientos más informales son objeto de mercadeo. Los pobres deben comprar su terreno, o — sobre dónde esté, se cierran los ojos — alquilarlo a quienes son tan pobres como ellos. Esta privatización del espacio ha destruido la válvula de seguridad que constituía, hasta los años 70 y 80, la relativa libertad de instalarse.
Luego, las posibilidades ofrecidas por la economía informal — traperos, vendedores callejeros, trabajadores a jornal, etc. — se han reducido considerablemente: hay muy poco trabajo, hemos entrado en el tiempo darwiniano en el que la competición por sobrevivir es cada vez más dura. En Planet of Slums empecé a explorar la relación entre esta intensa competencia en la economía informal y las violencias interétnicas en las comunidades pobres. La consecuencia mecánica de un mercado de trabajo completamente saturado es su control por parte de las comunidades, hasta para los empleos peor pagados, de acuerdo con criterios de pertenencia étnica, de lengua, de lealtad a un clan, etc.
Ese era, desde luego, ya el caso en el siglo XIX: los inmigrantes irlandeses — ¡mis antepasados! — sabían muy bien cómo controlar el mercado de trabajo con el fin de reservarse empleos. Se puede por tanto preguntar en qué medida el aumento de las tensiones interétnicas no se desprende de la estructura misma de las economías informales, incluyendo las sociedades o las ciudades en las que existe una fuerte tradición de solidaridad obrera. Es lo que se observa, por ejemplo, en África del Sur con los progromos contra los inmigrantes de Zimbabwe. Aún resulta más impresionante en Bombay: en la época de esplendor de la industria textil, los representantes sindicales de los trabajadores hindúes, musulmanes, tamiles, etc., pertenecían a una misma cultura obrera; cuando han cerrado las fábricas, se ha visto el ascenso al poder, en los barrios populares, de partidos estrictamente confesionales.
El partido dominante hoy es allí el Partido Nacionalista Hindú. La desindustrialización, el desmoronamiento o declive del movimiento obrero, y el ascenso de partidos confesionales que controlan el mercado de trabajo, el alojamiento y, en cierta medida, el acceso al microcrédito están pues íntimamente ligados.
Los piqueteros sudamericanos son la excepción a la regla: los trabajadores de los mataderos en Argentina, los mineros en Bolivia, los estibadores en Venezuela, han importado con éxito las técnicas del movimiento obrero a las barriadas marginales; en el momento en que perdían los medios para desarticular la economía bloqueando las fábricas, han descubierto los medios para bloquear las ciudades y controlar los accesos, como sucedió en El Alto, en Bolivia, donde el bloqueo del aeropuerto ha desarticulado la economía.
¿Ve usted por tanto en estos movimientos no la supervivencia de antiguas formas de lucha antiguas sino un posible contramodelo?
Hay una apuesta fundamental en un mundo destinado a volverse cada vez más urbano, y en el que el 90% de las ciudades estarán situadas en los países en desarrollo: la búsqueda de nuevas formas de actuar para millones y millones de personas que, aunque estén marginadas, pueden sin embargo tener un peso en la economía-mundo, gracias a su capacidad de bloquear las ciudades.
Esta excepción latinoamericana es a mi entender una alternativa a un mundo en el que los atentados con coche bomba y las represalias con grandes contingentes de helicópteros se convertirían en la norma. El control de las megalópolis es, desde hace 20 años, una apuesta de primer orden. La ocupación de Ciudad Sadr, probablemente la barriada marginal más grande del mundo, en Bagdad, ha inaugurado un modelo, con la militarización del mantenimiento del orden. Pensemos igualmente en las intervenciones militares en Puerto Príncipe, en Haití. Los norteamericanos y los brasileños, con ese matrimonio curioso entre Bush y Lula, han inaugurado un modo de acción concertado de mantenimiento de la paz como forma de retomar el poder eficazmente. Esa es la solución por la que se interesa el ejército norteamericano desde el inicio de los años 90, y debido a la bofetada que supuso para los norteamericanos, pese a pérdidas relativamente leves — 19 o 20 muertos —, la matanza de rangers en Mogadiscio. En ese momento es cuando han comprendido que la barriada marginal era un nuevo escenario de luchas de poder.
En los países del Tercer Mundo, allí donde se han debilitado las capacidades de inversión del Estado, se desarrolla una hemorragia de poderes: la gente se vuelve hacia modos alternativos de gobierno. Más allá de todo el mal que causan, veamos qué papel desempeñan las redes de traficantes de droga o las bandas de todos los géneros en el mantenimiento del orden, y de modo más general, en la estructuración de lo cotidiano en las favelas de Río de Janeiro, allí donde la policía de todos modos no interviene. La tendencia no ha hecho más que acelerarse en los últimos veinte años, lo que obliga a los gobiernos a plantearse la cuestión: « ¿Cómo retomar el control?»
Yo creo que la guerra urbana y las guerras entre bandas van a convertirse en un problema de importancia geopolítica. Los antiguos modelos para mantener el orden son ineficaces en las barriadas marginales: imposible desestabilizar una red anárquica e invertebrada de barriadas marginales, en las que no hay centrales eléctricas ni infraestructuras, tal como se reprimía una revuelta en una vieja capital como Belgrado. Intente además cargar y sus tropas se verán diezmadas. Se ha hecho un esfuerzo colosal para comprender este nuevo terreno de guerra en el que está a punto de convertirse la barriada marginal.
Ciudades vulnerables
Frente al análisis de las nuevas estrategias desplegadas por las grandes potencias para el control de estos espacios urbanos, su historia del coche bomba aparecía como una vertiente a la vez «low tech» e imparable de luchas. Los «car bombs» son para usted a la vez el modelo de lo incontrolable al que no consiguen oponerse los esfuerzos exponenciales de control, y el producto de una situación mundial en la que poblaciones enteras, por el hecho de estar excluidas del campo económico, andan buscando formas de expresar su cólera. ¿Cómo se le ocurrió este proyecto?
Viví durante varios años en Belfast, primero en 1974-1975, y después en 1981, durante la huelga de hambre de Bobby Sands y otros militantes del IRA. Esto influyó profundamente en mi vida. Cuando en 1993 el World Trade Center fue objeto de un atentado con un camión bomba, yo trabajaba en L.A. Weekly y escribí que debíamos comprender la cólera y sus razones porque, cuando vivía en Belfast, no podías caminar sin acabar en medio de una refriega. Es un misterio que no me pegaran nunca un tiro, pero he visto explotar un coche bomba, algo increíblemente potente y aterrador. Que un atentado de este género llegara a América mostraba que hemos rebasado un límite.
Luego quise remontarme a la genealogía de los atentados con coche bomba. Y cuanto más los estudiaba, más veía el punto de vista de los revolucionarios, aun cuando se trate de un arma a la que habrá siempre que oponerse. Es el equivalente de los bombardeos aéreos, y hay casi siempre mueren víctimas inocentes, pero se trata de un arma imparable. Puedes construir enclaves de seguridad como la «Zona Verde» de Bagdad, donde se encuentra la embajada norteamericana: una ciudadela cuasi medieval defendida por carros Abrams y helicópteros de combate. Puedes intentar proteger el corazón del gobierno o la alta burguesía... Pero la cosa más eficaz que llegó a realizar el IRA fue detonar un camión cargado de explosivos en la City de Londres. Murió una persona accidentalmente, pero lo que se buscaba eran los daños económicos, ¡y fueron demoledores! Se produjeron daños materiales por valor de mil millones de libras. A dos minutos andando del edificio de Lloyds, esta explosión demuestra la vulnerabilidad de los centros urbanos en una economía mundializada.
En los Estados Unidos, hubo toda una histeria en torno a la forma en que se podrían localizar y tomar como blancos los principales servidores de la red informática para paralizar Internet. Hollywood le ha sacado partido realizando esta película con Bruce Willis, Die Hard 4, en la que los terroristas atacan las infraestructuras del país y cortan todas las comunicaciones del territorio.
Decidí trabajar sobre los coches bomba porque las minas antipersonas son muy eficaces, pero no lo son más que a condición de disponer de una tecnología militar, de antiguos soldados... Cuando el arma se disimula en la circulación, cuando el «ingenio explosivo» es un simple automóvil, cuando cualquiera puede — en América, cuando menos — ir al supermercado, comprar abono químico con nitratos, mezclarlo con gasóleo, y obtener una bomba lo bastante potente como para destruir un edificio moderno de acero. Cuando dispones de un arma que, mientras no se invente una máquina capaz de detectar algunas moléculas de nitrato en un embotellamiento de 5.000 coches, es imparable. Este tipo de acción la utilizan movimientos que tienen una base social fuerte, como Hizbolá en el Líbano, e individuos aislados. Sólo hicieron falta dos hombres para pulverizar un edificio de Oklahoma City en 1995, Timothy McVeigh y Alfred Murrah. Es también un arma que se presta particularmente bien a las operaciones de desestabilización llevadas a cabo por los servicios secretos: así de fácil resulta maquillar la responsabilidad.
Tenía intención de escribir — y todas mis investigaciones se han orientado en este sentido — una historia del terrorismo revolucionario haciendo una distinción entre el terrorismo revolucionario de antes de la Primera Guerra Mundial y el de antes de los años 60, a fin de mostrar que el terrorismo revolucionario clásico nada tiene que ver moralmente con los atentados tal como se realizan hoy en día. Los grupos de acción directa de los socialistas rusos habrían preferido matarse antes que hacer explotar un dispositivo que pudiera matar a civiles. Hay muy pocos ejemplos de violencia ciega. Creo, pues, que el terrorismo es un concepto completamente inútil, porque es un cajón de sastre. Lo que se precisa es una tipología. [3]
De hecho, tanto el libro sobre el coche bomba como el libro que he escrito sobre la gripe aviar se «cayeron» de Planet of Slums, como se dice en el cine. El primero muestra la vulnerabilidad de las ciudades atacadas en pleno corazón, en el cruce de las redes de comunicación. El segundo, la vulnerabilidad de las ciudades a las nuevas enfermedades, sobre todo después de que se industrializase el proceso de cría de ganado. Por un lado, la industria agroalimentaria crea las condiciones de aparición y propagación de nuevas enfermedades, sobre todo víricas; por otro, es responsable de crisis alimentarias de unas dimensiones asombrosas, que parecen devolvernos a la época de Dickens.
Infiltración
Su trayectoria, al igual que su escritura, parecen ambas hechas de entrecruzamientos: su biografía mezcla sindicalismo y trabajo académico, y su estilo adopta a la vez el rigor de los escritos teóricos y la rapidez del nuevo periodismo. ¿Se considera usted antes un universitario o un activista?
Si soy profesor universitario es porque se trata del medio más sencillo y agradable que he encontrado de ganarme la vida. A finales de los años 80, estaba tan descorazonado por el mundo intelectual que volví a trabajar de camionero, lo cual me hizo perder dinero más que otra cosa: en mi juventud era un oficio rentable, pero después de la desregulación de los transportes en época de Reagan, hemos vuelto al nivel de los años 30. Como tenía críos que alimentar, he escogido lo más fácil.
Puede parecer idiota, pero hasta que tuve 42 o 43 años no me había considerado nunca otra cosa que un revolucionario profesional, digamos: ¡un revolucionario profesional en paro! Crecí en una barriada obrera de las afueras, fui un adolescente rebelde e infeliz hasta un día de 1963 en que mis primos afroamericanos (una parte de mi familia es negra) me llevaron a una manifestación. No hacía nada que había dejado el instituto. Era como Pablo en el camino de Damasco y este episodio fue mi zarza ardiente. Luego milité en un sindicato estudiantil demócrata en Nueva York; acababan de echarme de la facultad, en la que no había pasado más que unas semanas, era un estudiante desescolarizado. He seguido la trayectoria activista norteamericana clásica, la que va del movimiento de los derechos civiles al movimiento contra la guerra; después me hice sindicalista: no tenía elección, había vuelto a trabajar.
Hoy me pagan de más por llevar una existencia demasiado fácil. Tengo la sensación de veras de ser un usurpador. Mis libros los han dictado las necesidades de la izquierda norteamericana. Escribí mi primer libro para toda una generación de estudiantes y de obreros [4] que trataban en la época de reorganizar el movimiento obrero y que planteaban en el partido Demócrata el problema del trabajo. Después viví seis años en Londres, donde trabajé para New Left Review y la editorial Verso. ¿Qué más? Todavía soy oficialmente simpatizante — y hasta miembro — de un grupo de izquierda socialista, la International Socialist Organization, políticamente muy próxima al Socialist Workers Party británico (aun cuando no dejen de hacerse la guerra), o de la LCR en Francia. Pero tengo que poner en duda que haya sido alguna vez un militante muy bueno de algún grupo o partido: tengo un pensamiento demasiado individualista y demasiado errático para eso, aunque creo que es necesario que haya cuadros. Me defino como trotskista, por más que siempre me haya negado a unirme a tal o cual grupo trotskista, porque no me parecía que hicieran gran cosa aparte de organizar a la gente. No he sido nunca maoísta, y desde un principio me di cuenta del mal que suponía el estalinismo. Estuve enamorado de Cuba y todavía apoyo a la revolución venezolana, pero espero que Chávez no sea un nuevo Fidel...
Soy un hombre mayor. Pero eso no tiene ninguna importancia cuando se sigue luchando. Sobre todo para alguien de mi generación que ha conocido las batallas por los derechos civiles, los movimientos contra la guerra, las revueltas sociales. Me resulta sencillamente imposible no tener confianza en la idea de que la gente corriente puede cambiar el mundo. Debo ser que sigo siendo un fanático. No tolero a la gente que dice que la tarea es demasiado difícil o resulta irrealizable en su escala. Pero, por otro lado, siento una gran culpabilidad por el hecho de que mi generación haya cambiado tan poco el mundo.
Mi recuerdo más amargo data de 1970, después de la invasión de Camboya y de aquellas inmensas manifestaciones en todos los campus y ciudades de Norteamérica. En cuanto la administración Nixon decidió traer las tropas de vuelta a casa y «vietnamizar» la guerra, como se decía, aunque manteniendo una de las mayores campañas de bombardeos de la historia, el movimiento antibelicista desapareció casi por completo, porque la clase media norteamericana ya no vivía bajo la amenaza de recibir la orden de incorporarse a filas.
Cuando me despierto por las mañanas, mi vida me hacer reír, ¡tan cómoda se ha vuelto! Para alguien que en el pasado temía tan a menudo no llegar a fin de mes ni ser capaz de cubrir las necesidades de su familia, resulta muy tranquilizador. ¡Al mismo tiempo, tengo la impresión de ser un impostor cuando estoy en la Universidad! Me siento mucho más a gusto echando un trago con mi vecino de enfrente, un mecánico que trabaja — como tanta gente en San Diego — en los Predator, esos aviones no tripulados que se utilizan para sobrevolar Irán, y discutiendo con él sobre la moto que ha construido con un motor de ocho cilindros.
¿Cómo ha influido esta posición, no de intelectual comprometido sino casi de militante infiltrado en el universo académico, en la recepción de sus libros?
Algunos de mis libros han tenido éxito por razones completamente opuestas a aquellas por las que los había escrito. Tras la publicación de City of Quartz, me invitaron algunos de los hombres más ricos de Los Ángeles; tuve que debatirme para no olvidarme de que se trataba de gente perfectamente simpática, estando políticamente en las antípodas. Un día, Los Angeles Times, inclinado a la derecha, me invitó a una conferencia. En ese caso, ya era pasarse de la raya: dije que los hermanos McNamara — los sindicalistas irlandeses que colocaron una bomba en los locales de Los Angeles Times en 1910 — eran mis héroes.
Cuando escribí Magical Urbanization, no tenía ninguna intención de que se me considerase un representante de los estudios latinoamericanos, muy al contrario. Me dediqué a ese libro porque estaba horrorizado por la ignorancia que la universidad mostraba por los trabajos de investigación chicanos o portorriqueños, por las tesis de esos fabulosos investigadores militantes que escriben sobre sus ciudades, sobre su crecimiento demográfico, y, yendo más allá, sobre la urbanización de los modos de vida del continente americano. Por tanto, quería balizar ese campo pasando revista a las ideas y debates que lo atraviesan, a fin de que los lectores pudieran después acudir a la lectura de los textos originales.
En cierta medida, Planet of Slums es también un libro de segunda mano: yo quería llamar la atención sobre un informe de la ONU que rompía con la producción habitual de las Naciones Unidas, así como sobre trabajos individuales de los que me serví explícitamente para la redacción del libro.
En cambio, debo mis dos libros sobre Los Ángeles — City of Quartz y Ecology of Fear — a la época en la que viví allí y al tiempo que pasé en sus calles. Uno de los inconvenientes de la vida a cuerpo de rey de profesor de facultad está en que uno se encuentra aislado de la vida de los barrios. La universidad mantiene una relación completamente desfasada con las ciudades que se han transformado profundamente por las formas de vida de los inmigrantes: hay gente que puede poner el acento en un saber que hace veinte años que es viejo — en el mejor de los casos — respecto a barrios de Los Ángeles como Inglewood, mientras que no pueden ni siquiera imaginar lo que puede pasar allí hoy en día.
Ciudad de cristal
A veces se dice que yo vi venir los disturbios de Los Ángeles de 1992. Puede que sea cierto, pero hasta el último chaval de doce años habría podido verlo igual de bien. Dos años antes, yo había participado en una manifestación sindical legal en el curso de la cual la policía cargó con una brutalidad increíble: una mujer embarazada tuvo un aborto y aporrearon a la gente en la cabeza. A mi me detuvieron por desacato: lo cierto es que me limité a gritar «¡Plaza de Tiananmen!, ¡Plaza de Tiananmen!». Evidentemente, no era la primera vez que me detenían, y no estaba por eso especialmente inquieto. Pero, mira por dónde, acabo en la trasera de un furgón, con dos polis novatos de los barrios blancos de West Side a punto de ser trasladados a South Central [5]. ¡Y eran alucinantes! Cualquiera hubiera dicho que acababan de salir de la fabulosa descripción de Armagedón en el libro del Apocalipsis: pronto serían ellos contra las bandas, ¡en plena calle!
Puede que yo haya profetizado los disturbios, pero para ello me habría bastado hablar con los polis y con los chicos. La verdad es que hacía falta ser un jefazo de la prensa o un pez gordo para no ver qué consecuencias tendrían las redadas masivas de chavales — las «operaciones Hammer», tristemente célebres— en 1987 y 1988, durante las cuales miles de jóvenes tuvieron que sufrir enérgicos controles de identidad en los que los ficharon tomándoles las huellas digitales. Todo el mundo sabía que la ciudad estaba de los nervios.
Ahora bien, mi vida actual me ha separado de ese sabiduría elemental que se adquiere discutiendo con los sin techo o con los chicos de la calle. Por eso mismo, odio contestar cuando ahora me preguntan sobre Los Ángeles.
¿Cómo contempla retrospectivamente los disturbios que la publicación de City of Quartz parecía en efecto anticipar de manera tan impresionante?
Los disturbios de abril-mayo de 1992 en Los Ángeles no fueron un acontecimiento aislado. El pillaje que lo acompañó tenía muchísimo que ver con las revueltas del hambre o con los disturbios contra el FMI en América Latina. Es gente que no dispone de ninguna red de seguridad. En eso, todo el mundo se ha equivocado en Los Ángeles. En Los Angeles Times se podía leer que los disturbios habían destruido tal cantidad de supermercados que cuando los camiones de la ciudad descargaban alimentos los tomaron al asalto. ¡Eso era confundir las causas de los disturbios con sus efectos! He llegado a decir que la imagen más importante de los disturbios se tomó varios meses antes de su detonante: la foto de miles de personas — en su mayor parte, mujeres latinas con sus hijos — haciendo cola para la sopa popular en la Nochebuena de 1991. Los disturbios no surgieron de la nada, aun cuando no tengan una explicación unívoca.
Antes incluso de que comenzase la revuelta, se produjo esta extraordinaria tregua de las bandas de Los Ángeles. Fue un poco como si en plena disolución de Yugoslavia, ¡los serbios de Bosnia hubieran decidido deponer las armas! La tregua la había acordado una asamblea de jefes de bandas de la generación precedente y de activistas políticos: ¡un verdadero milagro social! Esta tregua habría podido abrir perspectivas inmensas si los políticos y, sobre todo, los políticos negros hubieran estado a la altura. Los jefes habían dicho: «podemos dejar de luchar, pero no podemos decretar el final de una organización política que descansa sobre la economía de la droga: hacen falta medios, trabajo, escuelas, etc.». Y de hecho, después de los disturbios de Watts [barrio negro de Los Ángeles] de 1965, la administración Johnson — por lo menos durante algún tiempo — aportó medios y creó empleo. Pero después de 1992, nada.
Y la tregua de las bandas que habían acordado tipos que hoy están en la cuarentena se rompió. Los chicos siguen matándose entre ellos y hay más violencia étnica que nunca entre latinos y negros. Hay movilizaciones puntuales, pero no perduran, porque cuando eres pobre dedicas la mayor parte de tu tiempo a intentar sobrevivir. Esas luchas — de las más reformistas y moderadas a las más violentas y revolucionarias— se esfuerzan por desembocar en otra cosa que no sea una vaga mejora de lo cotidiano, a falta de interlocutores que pongan sobre la mesa los medios consiguientes; por tanto, se agotan rápido y vuelven a una economía de subsistencia, en la que la gente utiliza su único recurso disponible: el control de su territorio. Cuando se les priva de todo, la capacidad de excluir a alguien de su territorio es la única forma de poder.
Hay que reconocer honestamente que hoy en Los Ángeles hay más pobreza y tantas necesidades por lo menos como en 1992. Lo que ha cambiado es que se han destinado miles de millones de dólares de los fondos públicos, con el asentimiento de casi todo el mundo, para la rehabilitación de los barrios del centro. Esta gentrificación [6] del centro ciudad se ha saldado con el rechazo de los barrios de las afueras que constituyen la base misma de la economía: un millón y medio de personas que trabajan por sueldos de miseria, y cuyos hijos tienen perspectivas de futuro muy restringidas. Hay gente en Los Ángeles que imagina que han dejado atrás lo peor; están totalmente equivocados.
¿Se le ocurre cómo señalar formas de resistir a las tendencias apocalípticas que se dibujan en sus libros? ¿El pesimismo que se desprende de ello no produce una cierta impotencia?
En Los Ángeles siempre me enfrento con gente que busca un equilibrio entre pesimismo y optimismo. Pero no son para mí categorías pertinentes. Yo crecí en un barrio «de cuello azul» de las afueras y, al contrario que mucha gente de mi generación, nunca pensé que pudiéramos verdaderamente conseguir la victoria. Siempre he pensado que había que luchar y resistir hasta el final, y levantar proyectos sin parar, hacer vivir las ideas. Por desgracia, escribo lo que creo y lo que veo. No se trata de una estrategia para que los libros causen sensación o vendan más. Yo escribo sobre lo que me obsesiona.
En los años 90 quise escribir un libro sobre los disturbios de Los Ángeles. Conocía a muchas personas implicadas, y creía disponer de un observatorio privilegiado, porque estábamos verdaderamente frente a un archipiélago de historias de vecindario, todas diferentes, que hacía falta conocer de cerca para poder comprender. Pero, a fin de cuentas, si no he podido escribirlo es porque me tocaba demasiado de cerca, era demasiado triste, no podía implicarme hasta ese punto en la vida de la gente y escribir así sobre ellos.
Nuevas fronteras
En 1990 puso usted como subtítulo de City of Quartz «
Si Dubai prefigura el futuro, no es el futuro como progreso sino el futuro como callejón sin salida. Es un enclave en el que se encuentran las familias autóctonas más adineradas de Dubai pero también las estrellas de rock británicas, los gángsteres rusos, etc. Ahora bien, ese modelo tiene futuro. En muchos países ahora le llega el turno a las clases medias de tomar el avión para llegar a guetos dorados, a enclaves protegidos: se trata en lo esencial de construir, para ellos solos, un planeta alternativo, un modo de vida alternativo, al margen de la crisis que vive el resto de la humanidad. Ya no resultaba demasiado difícil escribir sobre las gated communities [barrios cerrados con seguridad privada] en la época en que se circunscribían a las fronteras norteamericanas. Pero hoy en día hay pequeñas Californias hiperprotegidas en la periferia de Pekín y las residencias dignas de Disneylandia se multiplican en las afueras de Yakarta.
¿En qué está trabajando actualmente?
¡Sin duda en demasiadas cosas a la vez! Uno de mis proyectos intenta mostrar que el coste actual de la adaptación al cambio climático — o su disminución — es bastante más elevado de lo que se dice, sobre todo porque la eficiencia energética no progresa y no ha progresado demasiado hasta ahora. La mayor parte de las hipótesis imaginan que el 60% de la disminución de los gases de invernadero vendrá espontáneamente del ahorro energético en la industria. Ahora bien, yo no veo ningún caso concreto en que en el que el consumo de energía caiga de verdad. La idea sería pues escribir un libro una de cuyas mitades explicaría por qué el capitalismo no puede hacer otra cosa que proporcionar botes de salvamento en algunos países ricos, sobre todo debido al impacto geográfico desigual del cambio climático que va a agravar y reforzar las desigualdades mundiales. La segunda mitad trataría de las ciudades y del hecho de que si la urbanización en el mundo es una de las causas principales del cambio climático, entonces es en las ciudades donde reside la solución.
Precisamente es el carácter antiurbano de las ciudades, sobre todo la separación entre ricos y pobres, entre los que trabajan y los que consumen, lo que tiene efectos destructivos. Ciertas cualidades urbanas «clásicas» representan también las soluciones ecológicas más eficaces y las únicas que ofrecen esperanzas, sobre todo mediante la redistribución de la riqueza, de responder a la inmensidad de las necesidades humanas no satisfechas con recursos renovables limitados. Encuentro fuente de inspiración y reflexión en los escritos del arquitecto socialista británico William Morris, en los años en torno a 1880, o en los debates sobre el Karl Marx Hof, ese conjunto de viviendas sociales compuesto de 1382 apartamentos, situado en el barrio de Heiligenstadt de en Viena. Durante la guerra civil de 1934, sirvió de cuartel general a los militantes que luchaban contra el ascenso del nazismo, y fue bombardeado tanto para vencer al enemigo comunista como para destruir el símbolo que representaba.
Los trabajos de los vhutemas, en Rusia, son también apasionantes. Estos talleres superiores de arte y técnica fueron creados por Lenin en 1920. Querían llenar las ciudades rusas traumatizadas por la guerra civil de edificios comunitarios, de equipamientos públicos, de teatros, de centros sociales, de bibliotecas, de lugares de encuentro para favorecer el uso democrático del espacio público y mejorar el nivel de vida. Hace falta echar un vistazo a los viejos debates del urbanismo y discutir su pertinencia para el destino de las ciudades en crisis demográfica y ecológicamente.
He escrito un texto sobre uno de mis carteles favoritos de los años 60, que procede del SDS alemán — el sindicato de estudiantes socialistas alemanes — en el que podían verse los perfiles de Marx, Engels y Lenin sobre fondo rojo, y escrito debajo: «algunas personas se interesan por el tiempo que hace: ellos no». Comienzo ese ensayo explicando que sí debían haberse interesado. Mi idea consiste, así pues, en intentar explicar a qué podría asemejarse una especie de historia medioambiental marxista. Esta es la idea, pero quién sabe si no habrá para entonces un nuevo temblor de tierra en Los Ángeles, tal vez hasta platillos volantes.
NOTAS T.:
[1] Industrial Workers of the World fue el sindicato norteamericano más radical e innovador de la primera mitad del siglo XX. Sus miembros, de orientación socialista y libertaria, eran conocidos como wobblies. En los últimos años ha experimentado un fecundo e interesante renacimiento.
[2] Planeta de ciudades miseria, Foca, Madrid, 2008. El término en inglés es slum o shantytown; en francés, bidonville; en Brasil, favela; en España, se denomina barrio de chabolas; en Argentina, villa miseria; en México, ciudad perdida; en Uruguay, cantegril; en Venezuela, ranchitos.
[3] En su historia mundial del terrorismo revolucionario entre 1872 a 1932, Mike Davis distingue cuatro tipos de terrorismo: ético-simbólico (Ravachol), recuperador (del tipo de la banda de Bonnot), defensivo, y terrorismo socialista revolucionario ruso (Les Héros de l'enfer, Textuel, 2007).
[4] Prisoners of the American Dream. Politics and Economy in the US Working Class, Verso, Londres, 1986.
[5] «South Central» designa el sur y sudeste de Los Ángeles, sinónimo en la época de decadencia urbana y criminalidad violenta.
[6] El término original en inglés de gentifrication define el fenómeno de substitución de las clases modestas que viven en el centro de las ciudades por profesionales y gente de altos ingresos, los únicos que pueden permitirse pagar los precios inmobiliarios de dichos barrios tras su renovación.-
Traducción para sinpermiso.info: Pablo Carbajosa. Revisado por La Haine
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